Tengo especial debilidad por
los vettones por muchas razones. Por sus verracos, como majestuosos guardianes
del paisaje. Por sus necrópolis, con estelas y túmulos que trazan alineaciones
astronómicas; por las evocaciones mágicas de sus santuarios, al mismo tiempo bárbaros y elegantes. Por los maravillosos nielados de sus armas; por la veneración que
mostraron a las fuerzas de la naturaleza y a los caballos.
Pero lo que más me sobrecoge
es la maravillosa ubicación de sus castros, el paisaje infinito que
se domina desde ellos, la soledad de horizontes, granito y encinas que se
respira al visitarlos.
Hoy he vuelto al Castro de
las Cogotas, en el municipio de Cardeñosa, a diez kilómetros de Ávila. Estuve con Ángela hace ya bastantes años y siempre he querido regresar. Es un castro
muy singular: ya en 1876, la Comisión de Monumentos de Ávila recomendó a la
Real Academia de la Historia que llevara a cabo excavaciones arqueológicas en
el lugar, aunque hubo que esperar hasta 1927 para que las iniciará Juan
Cabrera. Sus hallazgos fueron tales que el yacimiento sirvió para
denominar dos etapas de nuestra protohistoria en la Meseta: Cogotas I, en el Bronce
Final (1200-850 a. C.) y Cogotas II en la Segunda Edad del Hierro (450-50 a.
C.). El nombre del castro se lo otorgan dos característicos berrocales,
que se destacan en el paisaje, alzados en la confluencia del río Adaja y el
arroyo Romanillos, hoy anegada por un embalse que en 2004 inundó la parte baja
del yacimiento, previamente excavada.
Conduzco desde Cardeñosa por
un camino de tierra en razonable estado y doy con la necrópolis del castro
justo cuando éste aparece ante mis ojos. Hay estelas de granito tumbadas aquí y
allá entre las encinas y espectaculares matas de cantueso en flor que inundan
el aire con su amargo olor a páramo. Me pregunto cuántos vettones
escaparon al ojo experto de Cabré–que excavó ni más ni menos que 1469 tumbas de
incineración–y continúan bajo tierra, conteniendo la respiración cuando llega un
visitante.
Continúo hasta la entrada al
castro y me encuentro con Belén, encargada de su supervisión por la Junta de
Castilla y León. Se ofrece amablemente a mostrarme el lugar y así lo hacemos,
recorriendo los vericuetos del castro, disfrutando de la mañana deliciosa, de
la conversación y de la compañía de dos perrillos. «Son mis fieles amigos–explica
Belén–me ayudan a echar a las vacas cuando se cuelan». Gracias a sus
indicaciones veo todo aquello que, de otro modo, me hubiera pasado inadvertido:
las piedras de molino por todas partes; las marcas que ayudan a distinguir los
tramos de murallas originales, de los restaurados; las cazoletas–hoy llenas de
agua–excavadas, acaso con propósito ritual, en el montículo de piedra que remata
uno de las dos cogotas.
Nos detenemos en el verraco
que quedó a medio esculpir en una ladera que desciende hacia el Adaja. Nada
como esa obra inconclusa habla del repentino abandono del poblado, de forma
pacífica, a mediados del siglo primero a. C. Las Cogotas se sometió a las
exigencias de César de abandonar el lugar y bajar al llano, mientras que otros
castros, como Ulaca, plantaron cara, para su
desdicha. Unos y otros fueron obligados a trasladarse a una nueva
población, probablemente Obila (Ávila), que tendría ya un marcado carácter
ibero Romano.
Belén me conduce hasta la
entrada del segundo recinto más próxima al embalse. «Antes de llegar al borde–me
dice–mira al suelo; hay restos de cerámica por todas partes. Allí se excavó un
gran alfar cuando iba a llenarse el embalse. Puedes sentir la emoción de tener
uno de los fragmentos en la mano, pero luego déjalo donde lo encontraste. Fuera
de aquí no significa nada».
Así lo hago. Y entonces,
justo en la orilla, me encuentro a un caballo alazán que bebe y observa
después la superficie del agua. Me mira un instante y devuelve la
atención al horizonte, como si se sumiera en sus propios pensamientos. Recuerdo
que el caballo era objeto de veneración por los vettones y siento un latido de
emoción. Los dos permanecemos así largos minutos, haciéndonos compañía en silencio, absortos por
el reflejo en el agua de las nubes que comienzan a fraguar sus tormentas.
Antes
de marcharme hago un alto en el cartel que he recordado durante todos estos
años, desde que Ángela me hizo una foto apoyada en él, con aire soñador, en
2009: «Respeta el lenguaje de las piedras». Me pregunto qué servidor público
sintió el impulso de hacernos ese regalo, cuando más bien estamos acostumbrados
a que la señalítica nos castigue con prohibiciones o admoniciones. Respetemos todos el lenguaje de las piedras. Qué hermoso.
Escribir esto es mi forma de hacerlo hoy.