A principios de marzo reservé una
habitación para las noches del 20 y el 21 del mes en el hotel Los Llanos de
Albacete. Ángela estaría pasando esos días en Barcelona y era la ocasión ideal
para uno de mis fines de semana arqueológicos. El plan era espectacular: me
reservaba el museo arqueológico de la ciudad, con sus grandes joyas de la
estatuaria íbera, para el domingo por la mañana, antes de regresar a Madrid, y
el sábado lo dedicaba a visitar yacimientos y lugares arqueológicos: Libisosa,
en Lezuza, el Tolmo de Minateda en Hellín y, para rematar el día, dos lugares
emblemáticos por los tesoros artísticos que dieron a la luz: el Cerro de los Santos,
en Montealegre del Castillo, y la cercana Chinchilla de Monte-Aragón, en cuyo
término municipal fue hallado el monumento funerario turriforme de Pozo Moro.
Y, si las horas de sol fueran lo suficientemente elásticas, aún había otras
citas inexcusables en la agenda: las necrópolis del Llano de la Consolación y
de Los Villares, el poblado ibérico del Amarejo en Bonete y unas cuantas más.
¿Y cuál es el nexo de unión de
estos lugares con Aníbal, dónde en ellos se encuentran sus huellas? La realidad es que es imposible formarse una idea del mundo ibérico que conocieron los Bárquidas
sin prestar la atención que merece la provincia de Albacete. Es cierto que Jaén
presume de una sensacional abundancia de yacimientos y hallazgos de arte íbero,
y no seré yo quien objete la idoneidad de la capital jiennense para albergar el
flamante Museo Íbero, pero evitemos, por favor, que Albacete se convierta en
una minusvalorada cenicienta.
Mi fin de semana albaceteño,
como saben bien todos los lectores, se vio truncado por la terrible circunstancia que vivimos:
el día 14 de marzo el gobierno declaró el estado de alarma
en el país para hacer frente a la brutal embestida de la pandemia del COVID-19. Quedaron prohibidos los desplazamientos no esenciales, se
ordenó la reclusión de los ciudadanos en sus domicilios y se cerraron hasta
nueva orden, además de la mayor parte de las actividades económicas y
comerciales, todos los museos y espacios culturales visitables, incluyendo,
claro está, centros de interpretación y yacimientos arqueológicos; los hoteles siguieron
el mismo camino pocos días después. Había sucedido lo inimaginable: el más
pavoroso cisne negro nos sobrevolaba a todos, devastando los horizontes de todo
el mundo.
Cuando escribo esto, el 24 de abril, el estado de alarma
continúa y lo hará al menos hasta el 9 de mayo, cuando concluye la tercera
prórroga aprobada por el Congreso de los Diputados. En el mundo son ya casi 3
millones de contagiados y más de 200.000 fallecidos. En España contabilizamos
hoy 207.634 casos confirmados y 23.190 muertes. Son cifras terribles,
sobrecogedoras: la tragedia presente y futura que entrañan no cabe en estas
páginas concebidas para otro propósito, pero nada, ni siquiera este humilde y
amable reportaje arqueológico, puede dejar de hacerse eco de ella.
A los que ya no están, a los
que combaten la enfermedad y a quienes siguen –seguimos- resistiendo con
nuestra disciplina social y nuestros aplausos a las 8:00 de la tarde en los
balcones les debemos, nos debemos, tres cosas: gratitud, respeto y esperanza.
En las últimas 24 horas hemos
tenido 288 fallecidos, la cifra más baja desde el 18 de marzo, y 1729 nuevos
contagios confirmados, con un incremento respecto a ayer del 0,8 %. Hoy los
niños han podido salir de nuevo a jugar a la calle y sus gritos, abriéndose
paso entre las sirenas, dan un mensaje en esta mañana de domingo de nubes y
claros: hay esperanza, claro que hay esperanza.
Saldremos adelante, unidos a
pesar de los mezquinos.
Y un día cada vez más cercano,
si el azar y la cautela siguen protegiéndonos, tendrá lugar este fin de semana
pospuesto. Ahí fuera el mundo entero, España y Albacete nos esperan.
La fotografía que encabeza este post procede del perfil de Facebook del yacimiento arqueológico de Libisosa; vaya mi agradecimiento a un equipo que no deja de compartir con todos sus seguidores las maravillas que descubren.