Tras la visita al Cerro de San Vicente en Salamanca, el deseo de ver un castro similar al que pudo albergar la Hermandica de Aníbal me lleva a Yecla de Yeltes, a 77 km hacia el oeste, donde se encuentra el magnífico oppidum vettón de Yecla la Vieja. Tras una hermosa ruta, atravesando un mar de encinas y alcornoques en la transparencia helada del invierno, llego a la hora de comer al único bar del pueblo, que luce el sugerente nombre de Bar Vettón.
Al entrar con mi aspecto de arqueólogo de pacotilla, la docena larga de parroquianos -todos hombres- se me quedan mirando con la misma extrañeza que hubieran podido dedicar a uno de los vettones que construyeron y habitaron el castro vecino. Pasado el primer momento, la hospitalidad circunspecta de Castilla se pone de manifiesto y recibo un grave saludo unánime. Me acerco a la barra para pedir un pincho de bacalao rebozado y un botellín, y preguntar por Yecla la Vieja y el flamante centro de interpretación que, según internet, se ha construido en el pueblo en el marco de un proyecto financiado con fondos europeos. El primero es accesible permanentemente para los visitantes pero, según me informa Diego, el dueño del bar (abierto en abril de 2017 para regocijo de los 252 yeclenses censados, que se habían quedado sin ninguno), del segundo tiene la llave Ignacio, el alcalde.
El propio Diego me da el número de móvil y llamo. Tras las explicaciones de rigor por mi parte, el alcalde me da esquinazo. "No, no -me dice-. Antes sí que me ocupaba yo, pero ahora tienen que venir a enseñárselo los del centro arqueológico de Lumbrales, junto al castro de las Merchanas. Está a media hora en coche sin correr". Insisto y recibo como respuesta el tono de la línea. Me resigno a quedarme sin verlo. Imagino que el alcalde de Yecla de Yeltes se juramentó a enseñar el centro a los curiosos para que se lo construyeran, pero ahora la siesta del sábado es más importante que un visitante inoportuno.
Mientras a mi alrededor comienzan las partidas de cartas de la sobremesa doy cuenta del pincho y releo un artículo de Ricardo Martín Valls y Fernando Romero sobre el castro. Aunque hay en él algunos restos datables en la Edad del Bronce, los 1,7 Km de perímetro amurallado, cerrando una superficie de 5 Has con cuatro puertas y un portillo, se construyeron por sus habitantes vettones en distintas etapas a lo largo de la Edad del Hierro. El castro tuvo después una intensa vida en época romana y tardorromana, entrando en decadencia con los visigodos.
También a la época vettona pertenece el rasgo más distintivo de Yecla la Vieja: la aparición, en numerosos sillares de la muralla y canchales de granito exentos, de más de un centenar de insculturas representando símbolos y animales diversos. Hay un asno, un gato, dos cánidos, una serpiente, dos jabalíes, un toro... Pero sobre todo hay caballos, docenas de ellos, aislados o en escenas de grupo, con y -sobre todo- sin jinetes. Abundan en el entorno de las puertas y en puntos singulares como el de la ribera del arroyo Varlaña en que se halla el canchal llamado "de los 7 infantes de Lara".
Dedico las escasas horas de luz de la tarde a recorrer el castro en completa soledad, sin otra compañía que la memoria de los vettones. El lugar es de una belleza espectacular. El sol de diciembre se imprime sobre la piedra, el liquen y los encinos como un pan de oro. Camino alrededor de la muralla sorteando los campos de piedras defensivas hincadas; escucho el rumor del arroyo Varlaña y ecos de campanas en la distancia. Aprovechando los ángulos de la luz invernal busco las insculturas en las superficies de piedra. Aunque son esquivas a la vista, aprovechando la magnífica señalización pronto las encuentro en gran número. Paso las yemas de los dedos por los surcos gastados por más de dos milenios de intemperie, tratando de percibir el espíritu con que los caballos brindaron aliento y protección a quienes los tallaron. Dicen Martín Valls y Romero que las insculturas debieron tener valor apotropaico -es decir, de defensa mágica o espiritual- y que probablemente representan una expresión de culto heroico.
Para mí no son sino un enigma indescifrable. Tratar de entender el espíritu del castro es como intentar conversar con un extranjero que intenta hacerse entender a base de gestos. O mejor dicho, es como ser uno mismo el extranjero. Pero sí me estremece la emoción. Por muy impenetrable que sea el mundo espiritual de los pueblos prerromanos, de algún modo me siento más cerca de quienes lo expresaron con estos animales en la piedra que quienes lo hacen con modernas liturgias de nuestros días. Entiendo mejor el lenguaje del granito, el arroyo y el horizonte que el del incienso.
Lo pienso mientras contemplo la puesta de sol desde esta olvidada Altamira de los vettones, los señores de los caballos.
Fantástica reseña... bravo!!!
ResponderEliminar¡Gracias, Íñigo!
ResponderEliminarEstupenda narración. Yo que soy de Yecla de Yeltes me he emocionado con la descripción que haces. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu reseña, Arturo. Tras su lectura apetece mucho ir a visitar el lugar. Un abrazo.
ResponderEliminarExtraordinaria reseña. Echo de menos una panoramica fotografica del lugar
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