En la calle de San Miguel de Cádiz, compartiendo sede con el teatro
del Títere de la Tía Norica, está el Yacimiento Arqueológico de Gadir. Paradojas
de la vida: la demolición del antiguo teatro Cómico y la construcción del nuevo
edificio, de puro hormigón, feo con alevosía, permitió sacar a la luz un
testimonio único del pasado de la ciudad.
Nos acompaña en la visita Mª
Ángeles, una de las arqueólogas a cargo del yacimiento, que nos lo introduce
destacando su importancia. «Se ha tardado mucho -nos cuenta- en poder encontrar
restos urbanos y domésticos de la fundación de Cádiz. Son 540 metros cuadrados con
ocho viviendas y dos calles; la trama urbana debe continuar por la zona de
Torre Tavira, con una superficie considerable, llegando a limitar con el canal
Bahía-Caleta. Abarca desde finales del siglo IX hasta mediados del siglo VI a.
C.; la importancia reside en poder demostrar para Cádiz una fundación tan
antigua».
Parece mentira todos los
descubrimientos que caben en un espacio tan reducido: casas, calles hornos, factorías…
Una tubería de plomo intacta de hace dos milenios. El esqueleto de un gato. El
semblante de una ciudad surgida en el más remoto rincón del mundo cunado Roma y
Cartago estaban aún en el jardín de infancia.
De las explicaciones que nos
brinda Mª Ángeles, mientras recorremos en la penumbra las pasarelas habilitadas
para los visitantes, nada me atrae tanto como intentar entender la dificultad
de la toma de decisiones de la arqueóloga, la necesidad de decidir qué
conservar y qué destruir en una superficie tan densa en la que coexisten
horizontes urbanos fenicios y romanos separados -o unidos- por casi siete
siglos. Si preservamos la magnífica factoría romana de salazones, tal vez
dejemos en el territorio de lo desconocido un vestigio fenicio aún más valioso que
nos esté aguardando bajo ella. Pero si con esa esperanza entregamos la factoría
a la piqueta, desaparecerá para siempre. Mª Ángeles nos repite las palabras que
ya dijera, en lo que parece ser un axioma básico de la profesión, Cristina
Alario en el cerro de San Vicente de Salamanca: «un yacimiento arqueológico es
un libro que solo se lee una vez». La arqueología obliga a destruir para conocer.
Es el principio de incertidumbre de Heisenberg, que nos señala que la
observación a escala subatómica altera la realidad observada, llevado a la
escala de la huella de las civilizaciones.
El resultado es un
palimpsesto, un texto escrito sobre otros anteriores que se destruyen para hacerle
sitio. Descifrar las capas sucesivas es posible solo en parte. Por fortuna, hoy
en día el georadar nos ayuda en la toma de decisiones; es el comodín que reduce
el riesgo de cometer errores irreparables. Me compadezco de los arqueólogos que
no dispusieron de ese recurso mágico en el pasado.
Estaba yo tan ufano con la
reconfortante conclusión de que, con ayuda del georadar, los arqueólogos son
capaces de descifrar, al menos en parte, el palimpsesto de la Historia, cuando
Lawrence Durrell me saca de mi error en las páginas del libro que me acompaña
en el viaje, «Sicilian Carousel». «Pero lo que es asombroso
-dice Durrell- es la velocidad con que se olvidan la exacta naturaleza y la
función de las cosas; el arqueólogo intenta leer una suerte de palimpsesto de
culturas superpuestas, la una desplazando o deformando a la otra, y entonces
trata de asignar una raison d’être a lo que ve. En vano. Al menos en
Sicilia, o más en concreto aquí en Siracusa, las ruinas guardan sus secretos».