Aunque me parezcan tristes me atraen las ciudades perdidas.
Tengo en casa un atlas dedicado a ellas, recopilado por Aude de Tocqueville [1]. Dice la autora en el
prólogo: «Me gustan las ciudades, mundos abiertos en perpetua metamorfosis, pero
todavía me gustan más las que se han silenciado, en ellas la imaginación puede
desplegarse sin límites». Después recorre ciudades que fueron célebres,
prósperas y pujantes en otro tiempo y que hoy no son más que una ruina o un
decorado fantasma donde se intuyen los recuerdos: Kolmannskuppe, Masada,
Colesbukta… Desearía ir a visitarlas todas.
Además está mi propio atlas,
aún no escrito, formado por las ciudades de antaño que no solo hace mucho que
se despoblaron, sino que ni siquiera se sabe a ciencia cierta dónde se
encuentran. Ningún ejemplo mejor que Tartessos, todo un mito de la antigüedad
que se ha mantenido oculta a pesar de los muchos intentos de localizarla. ¿Qué
fue de ella? ¿Dónde nos esperan sus restos, para sorprendernos y emocionarnos?
Retomemos las huellas de
Aníbal. Menos célebre, pero igualmente fascinante e ignota, es Althia, la
desdichada capital de los ólcades. Durante mucho tiempo los especialistas la
consideraron ilocalizable, o propusieron para ella muy diversas opciones,
incluyendo algunas tan oportunistas e inverosímiles como la mediterránea Altea.
Sin embargo, en los últimos años ha cobrado fuerza la candidatura del gran oppidum hallado en el cerro de la Virgen
de la Cuesta, en el municipio conquense de Alconchel de la Estrella. Tanto su
magnitud y localización como el periodo de poblamiento y destrucción encajan
como anillo al dedo con lo que sabemos de Althia. Está claro que, si quiero
formarme una impresión por mí mismo, ese debe ser mi destino.
Hago noche en el hostal “Un
lugar de La Mancha”, en Villar de Cañas, acogido a la sobresaliente
hospitalidad de Luis y Alicia, y marcho temprano a Alconchel de la Estrella. El
pueblo me recibe silencioso e inmóvil bajo el primer sol del domingo; no hay un
alma en la calle. Por fortuna encuentro abierto el bar Fabiola. Tomo un café y
entablo conversación con Tomás, el único parroquiano.
-Hay
cuatro o cinco catas. Es una pena, hace un año que está todo parado. Hubo una
ayuda de la Junta y la asociación que se formó en el pueblo empezó con muchas
ganas, pero ya se sabe… Que si esto, que si lo otro… El caso es que allí está
todo, echándose a perder.
-Dicen
que es un poblado ólcade, ¿no?
Tomás me mira impasible.
-En
realidad hay tres yacimientos. Uno íbero, otro romano, creo…
Al alimón con la señora que
atiende la barra –imagino que Doña Fabiola en persona- me da las indicaciones
para llegar al lugar donde está el yacimiento. A las afueras del pueblo tomo un
camino de tierra -«ya sabe, el de las romerías»- y tras algunos minutos
esquivando baches llego a la ermita de la Virgen de la Cuesta, recién encalada,
en lo alto del cerro que lleva su nombre. El desnivel de las laderas es muy
acusado y las vistas son espectaculares: en todas direcciones hay montes
cubiertos de pinos, campos cultivados, vegas, sierras lejanas. Ahí enfrente
está Alconchel acostado en su otero. Según Gonzalbes Cravioto, la ancha vaguada
que discurre bajo el cerro formaba parte de la ruta que unía el valle del
Henares y el alto Tajo con Qart Hadasht. Sin duda era una posición estratégica.
Camino por la meseta que
corona el cerro y pronto empiezo a encontrar, aquí y allá, las catas
mencionadas por Tomás; las más importantes están valladas y precariamente
protegidas por plásticos a medio desintegrar por la intemperie. Me quedo
impresionando: las catas desvelan imponentes aparejos de sillería, muros de
gran potencia, estancias, callejas. Según los arqueólogos los restos muestran
signos de destrucción datados entre finales del siglo III a.e.c. y principios
del II a.e.c. Recordemos que el ataque de Aníbal tuvo lugar en el 221 a.e.c.,
plenamente compatible con ello.
Las catas están separadas por
distancias considerables. Entre ellas, y a su alrededor, las laderas están
salpicadas de afloramientos de piedras grises semejantes a las de los muros
exhumados. Hay restos cerámicos por todas partes. Es abrumadora la evidencia de
que una gran ciudad aguarda oculta bajo mis pies. No me cabe duda de que se
trata de Althia, la ciudad olvidada de los ólcades.
De regreso al coche pienso en
cómo atraer de nuevo el interés de los arqueólogos hacia este lugar. Veremos
qué se me ocurre.