Sea siguiendo las huellas de
Aníbal o las de César, durante los últimos años he visitado la mayor parte de
los grandes castros vettones del centro de la península, repartidos en ambas
vertientes, pero sobre todo la septentrional, de la Sierra de Gredos. Sus
emplazamientos tienen en común estar situados en parajes de granítica belleza,
mostrar grandes lienzos de muralla con factura casi ciclópea y conservar rasgos
de espiritualidad que, aún hoy, más de dos milenios después, siguen emocionando
a los visitantes.
En mi libro «Tras las huellas de Aníbal» doy cuenta de mi visita a los castros de El Raso de
Candeleda, Yecla La Vieja y Ulaca en las provincias de Ávila y Salamanca. Y en
este blog, hace ya un buen número de años, dejé una breve noticia sobre Las Cogotas,
muy próximo a la ciudad de Ávila.
Hoy os presento el Castro de
La Mesa de Miranda, descubierto en 1930, junto a su necrópolis de La Osera, en
el municipio abulense de Chamartín. Creo que es uno de los más hermosos,
enclavado en un extenso cerro poblado de encinas centenarias, encajado entre sendos
arroyos. Es un paisaje agreste, de estribaciones serranas, que se cubre de
nieve en el corazón del invierno.
El castro conoció su época
de esplendor en los siglos IV y III a.e.c. y debió de ser abandonado en la
época de mayor actividad militar romana en la zona, entre las Guerras
Sertorianas (82-72 a.e.c.) y los enfrentamientos entre los partidarios de César
y Pompeyo en la segunda guerra civil (49-44 a.e.c.). Cabe, por tanto, pensar
que Mesa de Miranda, fuera uno más de los oppida
sometidos por César en el curso de su guerra contra los lusitanos, durante su propretura
del 61 a.e.c.
Antes de acudir a visitar el
yacimiento, decido pasarme por el aula arqueológica del pueblo de
Chamartín. Para mi sorpresa, está muy bien. Tiene abundantes paneles
informativos, unos curiosos vídeos con recreaciones de escenas de la vida vettona,
con figurantes que probablemente sean vecinos de los alrededores (habida cuenta
de la tez serrana y la expresión cohibida y divertida que lucen), dioramas,
mecanismos hidráulicos y reproducciones de objetos que uno puede toquetear. Me
recibe y atiende Ana, y es encomiable su atenta profesionalidad, su empeño en
que me merezca la pena haber llegado hasta aquí. Acaso hoy sea el único
visitante. Ojalá cada vez haya más. Después me aventuro por el camino que lleva
hasta el castro. Son tres kilómetros, en muchos tramos completamente
cubiertos de nieve, y no dejo de preguntarme si finalmente tendré que tirar la
toalla y darme la vuelta. Pero, afortunadamente, consigo alcanzar mi destino.
Menos mal, porque hubiera
sido imperdonable perdérselo. El castro aparece con sus murallones de grandes
sillares de granito, cubiertos de nieve, relampagueando con un blanco cegador o
apagándose según el curso de las nubes en el cielo. Ausentes los vettones hace
mucho, los únicos habitantes son hoy las encinas, algunas de ellas colosales.
En realidad, pronto
compruebo que no. En la nieve no son las mías las únicas huellas. Hay también
otras más pequeñas que trazar sus propios caminos entre los recintos de piedra,
los túmulos funerarios y los árboles.
Me asomo al paisaje
infinito, más allá de los valles, cortados por el río Riohondo y el arroyo Matapeces.
Sonrío al pensar que la toponimia siempre echa una mano para quitarle los
excesos de solemnidad a las cosas.