Sabemos por Estrabón y por Apiano
que César, cuando regresó a Hispania para enfrentarse a los hijos de Pompeyo,
empleo 27 días en el viaje desde Roma (probablemente en barco hasta Sagunto y a
pie a partir de ahí) y que su punto de destino fue Obulco, la antigua Ipolca
túrdula, situada en la actual Porcuna, en la provincia de Jaén. Allí le
esperaban sus generales Quinto Pedio y Quinto Fabio Máximo, quienes no se
habían sentido suficientemente fuertes para enfrentarse a Gneo Pompeyo y habían
decidido esperar a la llegada de su jefe. Es, por tanto, a Porcuna a donde
encamine mis pasos en uno de mis fines de semana arqueológicos, a comienzos de
la primavera de 2024.
Sin embargo, para un amante
de la arqueología íbera, en Porcuna hay un lugar que deja en segundo plano a
todo lo demás: la meca de la estatua ibérica, ni más ni menos.
Me refiero, claro está, a la
necrópolis de Cerrillo Blanco, situada en un altozano a un par de kilómetros de
la población. Allí se encontró en 1975 lo que se sigue considerando el más
importante conjunto escultórico del mundo ibero. No podemos dejar de
agradecer al entonces director del museo de Jaén, Juan González Navarrete, que
advirtiera de inmediato el valor de las piezas que le había llevado alguno de
los tratantes de los expolios de la época, y que comprara el olivar donde se habían
hallado las piezas, para asegurar su protección.
Comencé la visita en el
enclave, que pertenece a la ruta jiennense «Viaje al tiempo de los Íberos» y
cuenta con un modesto centro de recepción de visitantes e interpretación. Allí
me dio la bienvenida Mati, la guía municipal que, tras las explicaciones
preliminares y el interesante vídeo de rigor, me acompañaría después al propio túmulo,
situado a unos pocos centenares de pasos en un altozano, en el corazón del
olivar.
El túmulo es un lugar
fascinante. Originalmente acogió una necrópolis de inhumación túrdula del siglo
VII a. C., dominada por una sepultura casi megalítica con una pareja enterrada
en su interior, y 24 sepulturas adicionales en derredor. Posteriormente, entre
los siglos IV y II a. C., se reutilizó como espacio funerario de incineración,
típicamente ibérico. En ambos casos, fue escenario de los ritos de las gentes
de la vecina Ipolca. Lo más insólito fue que el túmulo hubiera sido también
utilizado para acoger un extraordinario conjunto escultórico, concienzudamente
destruido, procedente de un gran monumento funerario desaparecido dedicado a
glorificar a un linaje principesco. Las estatuas son del siglo V a. C., y se
considera que representan la más alta expresión de la estatura ibérica, con una
calidad y expresividad que remite de inmediato a la escultura griega. Hay niños
luchando y cazando, adultos enfrentados en duelos entre sí o con animales
fantásticos; está también, en posición principal, la pareja fundadora del
linaje. Son obras de arte maravillosas, que pueden contemplarse, como hice yo
mismo hace algunos años, en el museo ibero de Jaén.
―Lo más sorprendente―explica
Mati―es que las esculturas fueron destruidas deliberadamente y luego traídas
hasta aquí desde la ciudad y enterradas como personas, con mimo, alrededor del túmulo,
cubriéndolas con losas. Está clarísimo: fue terminar un clan y empezar otro.
Mira, ven.
Mati me lleva hasta un punto
desde el que se ve perfectamente Porcuna desplegada en la distancia, sobre un
cerro que va a parar, en dirección norte, a un valle con otro promontorio similar
erguido al otro lado. Señala hacia allí con el brazo extendido.
―¿Ves aquellos cerros? Se
llaman Los Alcores y Albalate; sobre ellos se alzó en su día Ipolca, que era
una bipolis que controlaba el paso por el río Salado, aunque―añade con humor―en
nuestros días no pasa de arroyo. Después Albalate se abandonó y, ya en época de
los romanos, la ciudad de Los Alcores cambió su nombre Obulco.
―Allí estuvo Julio César,
¿no? ―le pregunto.
―Así es. Allí hay toda una
barriada romana en la que estuvo Julio César y otra gente importante.
Construyeron casas muy lujosas, pero se abandonó tan solo ochenta años después.
Claro, como no eran de aquí…
―¿Se puede visitar?
―Más o menos. Se han hecho
algunas excavaciones, pero queda muchísimo por excavar. Lo último que se ha
encontrado es una cisterna romana espectacular que se va abrir al público
cualquier día de estos.
De regreso a Porcuna, Mati
me da las indicaciones oportunas y llego hasta los restos del antiguo Obulco. Tan
solo veo algunas calles y zócalos de edificios de piedra gastada por la
intemperie, que esperan su turno para contar con los favores del presupuesto
público. De momento, la agraciada ha sido la cisterna mencionada por Mati,
llamado La Calderona, que me quedo―por poco―con ganas de conocer. Al parecer,
las excavaciones de la cisterna han sacado a la luz también casas romanas en
excepcional estado, con muros de más de tres metros de alzado. Quién sabe qué
huellas de César y de su cuartel general pueden estar esperándonos ahí abajo,
en las ruinas de Obulco.
Antes de despedirse, junto
al llamado Torreón de Boabdil que sirve de museo municipal, Mati me señala una
réplica a escala reducida del célebre toro íbero de Porcuna, del siglo VI a.
C., cuyo original, de unas dimensiones considerables, se exhibe igualmente en
el museo de Jaén, y me regala una última anécdota:
―Se lo encontraron después
de la guerra, durante los trabajos que hacía en los pueblos Regiones Devastadas.
Ahora sería impensable, pero al alcalde de entonces no se le ocurrió otra cosa
que regalárselo al arquitecto que dirigía la campaña; menos mal que era un
hombre cabal y se lo donó al museo de Jaén.
Mati pasa de la seriedad a
la sonrisa.
―Es un chascarrillo entre
las arqueólogas que fue porque, cuando llegó con el toro a casa, le espetó su
mujer: «¡¿Pero, muchacho, adónde vas tú con eso?!».