El desdén de la memoria
historiográfica colectiva de los españoles hacia Aníbal se limita a él: se extiende
al conjunto de la presencia -y, por qué no, la herencia- púnica y fenicia en la
España antigua. Pídase a un conciudadano medio ilustrado que mencione aunque
sea tan solo un vestigio arqueológico púnico en nuestro suelo, y probablemente
casi ninguno sabrá responder. Y eso aunque contamos, por ejemplo, con la que
presume de ser “la necrópolis más extensa y mejor conservado del mundo”, Puig
des Molins, en Ibiza (la antigua Ebusus cartaginesa), con su laberinto
subterráneo de tres millares de sepulcros púnicos en hipogeos repartidos por la
ladera de un montecillo próximo a la capital de la isla.
Aunque una visita al
yacimiento y a su museo anexo es altamente recomendable -Ángela y yo la hicimos
en una ya lejana Semana Santa pasada por agua-, el MAN nos ofrece una jugosa
alternativa: media docena de vitrinas con una amplia representación de los ajuares
funerarios sacados a la luz en la necrópolis. Hay en ellas campanillas y ungüentarios,
collares y pendientes de pasta vítrea multicolor, amuletos, escarabeos, lucernas
y navajas de afeitar suntuarias. Hay también hermosos huevos de avestruz que
parecen hechos de mármol translúcido y traídos desde un pasado extinguido. Hay,
sobre todo, deidades femeninas de terracota, con narices afiladas, ojos
rasgados e intrincados peinados y tiaras. Representan a la diosa Tánit, que
extiende sus brazos para acogernos en ellos. Todo tiene un fascinante timbre
oriental o africano, exótico y ajeno en cualquier caso, como si correspondiera
con más propiedad al extremo opuesto del Mediterráneo.
Creo que esa es precisamente
la razón de la amnesia que profesamos hacia lo púnico. Es interesante, pero es
como un apéndice -por no decir una excrecencia- lateral al curso principal de
nuestro relato identitario. Nosotros, en realidad, tenemos a gala un prurito de
europeicidad: somos griegos, romanos, visigodos o carolingios; no hay herencia
más propiamente nuestra que la que viene del continente europeo. Lo otro, lo
africano o asiático, a pesar de los siglos infundiéndose en nuestro ADN
biológico, histórico y antropológico, no pasa de ser un pintoresco ornamento
epidérmico, superficial. Romanos y visigodos están en el perímetro del “nosotros”.
Árabes y cartagineses están en el del “ellos”.
No es más ni menos que una
involuntaria expresión de xenofobia de baja intensidad, producto de marcos
ideológicos cincelados durante toda nuestra historia moderna y contemporánea.
Me gusta pensar que con
homenajes como esta declaración de admiración hacia la civilización que duerme
en las vitrinas del MAN y en los hipogeos aún sin excavar del Puig des Molins,
ayudo a ensanchar el perímetro del “nosotros”.