Pocos tesoros nos ha dejado el arte ibérico tan impresionantes como el conjunto de estatuas votivas halladas en el santuario del Cerro de los Santos, en Albacete, que se mantuvo activo desde el s. IV a.C. hasta el s. II d.C. El panel informativo nos recuerda que el santuario creció en torno a una fuente de aguas terapeúticas, junto a la vía de comunicación que fue conocida como El camino de Aníbal, y que conoció su momento de máximo apogeo en el s. II a.C.
En las salas del Museo Arqueológico Nacional pueden verse un buen número de las piezas halladas en el cerro; ninguna es tan espectacular como la Gran Dama Oferente, que sostiene entre sus manos un cuenco tendido, como su mirada, hacia los dioses. Es del s. III a.C. y representa a una dama de la alta sociedad íbera, probablemente participando en un rito de iniciación. Nada impide imaginar que se trate de la propia Imilce, la príncesa de Cástulo que contrajo matrimonio con Aníbal.
Tras la gran dama hay otras muchas, y descubro con fascinación que todas tienen rostros diferentes, algunos de ellos esculpidos con enorme detalle y personalidad fisionómica. Es difícil no pensar que se trata de retratos de las que depositaron en el santuario sus exvotos. Basta esa idea para hacerme verlas de un modo mucho más cercano. Acaso ése fue precisamente su propósito: buscar la eternidad perpetuando en piedra su rostro, para que quien las viera algún día, fuese hombre o dios, pudiera reconocer la humana singularidad de cada una de ellas.