Visitar el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles es verse sometido a un constante juego de antítesis. En las salas dedicadas a la colección Farnese de escultura clásica sobrecoge la serenidad, el equilibrio, la eterna belleza canónica de dioses y héroes. Observar el Hércules Farnesio o el asombroso grupo del Toro es como contemplar un mundo en el que los hombres querían extraer la perfección de la piedra y de sí mismos. La pureza del mármol hace casi olvidar la injusticia con la que se construyó aquella sociedad perdurable. Mientras, desde el exterior se filtra el estruendo de la ciudad caótica: las bocinas de las motos, el ulular de las sirenas, el ladrido de la legión de perros callejeros.
En la entreplanta, en el espacio dedicado a los mosaicos, está el más famoso de todos, extraído de la llamada Casa del Fauno de Pompeya. Es la representación de una batalla entre los macedonios de Alejandro y los persas de Darío III. Puede ser el Gránico, o Issos, o Gaugamela. Alejandro avanza entre un bosque de lanzas hacia Darío, que trata de huir mientras mira hacia atrás con una expresión de terror en el rostro. Hay pocos mosaicos tan formidables como éste en el mundo, y merecería por sí solo el mejor de los museos. En Nápoles está en una sala que no se ha pintado en décadas, alumbrado de cualquier manera por una lámpara de saldo. Causa tristeza y sonrojo el abandono con que se tratan joyas del patrimonio histórico, en unas condiciones indignas de un país tan espléndido como Italia. Sin ánimo de ofender a nadie, tengo que decir que esto nos ayudó a entender como pueden tener a un gobernante tan incalificable como Berlusconi.
Menos mal que al día siguiente visitamos Pompeya y Herculano, y aún no nos hemos recuperado de la impresión. Pero esa historia merece ser contada aparte.
Como decían los romanos: Vale