El domingo por la tarde, el tráfico desde el aeropuerto de Domodedovo hasta el centro de Moscú es mucho más fluido de lo habitual, y llego al hotel cuando el sol está aún suspendido sobre las cúpulas de las iglesias de la ciudad, como si estuviera sostenido por ellas. Es una belleza: en el aire helado del invierno ruso el sol brilla con una transparencia que no he visto en ningún otro lugar; se derrama sobre la ciudad como un suave metal líquido que proporciona vida a cuanto toca.
Me apresuro a salir a la calle para aprovechar el momento mágico. Cruzo la avenida y ahí está la maravillosa fortaleza del Kremlin, con sus torreones y sus muros de ladrillo rojo, solemnes e imperiosos al atardecer. Me apresuro para llegar a la Plaza Roja y disfrutar con el contraste entre su sobriedad y la superposición de bulbos de colores en la catedral de San Basilio, como una hoguera de esmaltes refulgentes. Disfruto del momento, de la multitud de moscovitas que va de un lado a otro exhalando nubes de vapor, embutidos en guantes, gorros y capuchas; los contemplo situándose sobre el medallón de metal embutido en el suelo que señala el kilómetro cero de las carreteras de Rusia. Sonríen, piden un deseo en voz alta y echan una moneda a sus espaldas, que una anciana recoge diligentemente.
Prescindo de acercarme al mausoleo de Lenin y deambulo hasta la estatua ecuestre del Mariscal Zhukov, ante la fachada del museo de historia rusa. Lo observo, con la mano extendida, señalando el camino de la victoria en la Segunda Gurra Mundial, la Gran Guerra Patria de los rusos. Poco más allá, en los jardines de Alexandria que se extienden a los pies de los muros del Kremlin, arde la llama perpetua en honor del soldado desconocido, flanqueado por dos centinelas en uniforme de gala. En el paseo que se extiende a continuación se suceden grandes urnas señaladas cada una con una estrella de cinco puntas y el nombre de una localidad rusa. Leningrado, Minsk, Stalingrado, Sebastopol… Son las ciudades mártires, las resistentes heroicas que derrotaron a los alemanes; las urnas recogen la tierra colmada de sangre de cada una de ellas.
Los visitantes transmiten un sentimiento de reverencia, recogimiento, orgullo. Es imposible comprender a Rusia sin advertir hasta qué punto está viva la memoria de aquella tragedia. Veintisiete millones de muertos. Una carnicería en la que se combina el horror nazi con el terror estalinista. ¡Veintisiete millones!
Se ha puesto el sol que engañaba con su fulgor al invierno en Moscú. Regreso al hotel atrapado en un escalofrío.