La segunda y última gran ciudad que cayó en manos de Aníbal durante su campaña del verano del año 220 a. C. por la meseta Norte fue, según los textos clásicos, la Arbucala vaccea. De este episodio dice Polibio (3, 14), en una cita casi literal a la de Tito Livio:
"Al verano siguiente salió de nuevo, esta vez contra los vacceos, lanzó un ataque súbito contra Salamanca y la conquistó; tras pasar muchas fatigas en el asedio de Arbucala, debido a sus dimensiones, al número de sus habitantes y tambien a su bravura, la tomó por la fuerza."
La interpretación tradicional de este hecho asociaba Arbucala con Toro. Sin embargo, más recientemente ha cobrado fuerza la identificación de Arbucala con el imponente poblado de la Edad del Hierro hallado en el cerro llamado Viso de Bamba, a dos kilómetros de esa población zamorana y cinco al sur del Duero, declarado BIC en 2015. Debe tenerse en cuenta que Toro se encuentra al norte del río en un tramo en que cruzarlo no hubiera sido trivial para el ejército de Aníbal. El Viso de Bamba, además, está situado en el trazado de la calzada de la Plata, domina un extenso territorio, y sus 28 hectáreas de extensión bien pudieron albergar una población de la importancia que mencionan Polibio y Tito Livio.
Decido ir a formarme una opinión de primera mano y pongo rumbo a Bamba en el amanecer de un gélido domingo de diciembre, con el termómetro del salpicadero avisando de unos respetables cinco grados bajo cero. Al aproximarme, el cerro se alza emergiendo de la bruma que cubre la llanura. Es como un inmenso barco fantasma, con el repetidor de televisión haciendo de mástil. Supero por una carreterita ondulante el desnivel de un centenar de metros que separan la vega del vértice geodésico de su cumbre. Arriba la soledad es vastísima, como los horizontes de campos escarchados. Al llegar sobresalto a los conejos que reciben la salida del sol en la boca de sus madrigueras y saltan de regreso a ellas cuando ven el coche que se acerca.
Me pregunto qué extravagancia me ha traído hasta aquí. Sé la respuesta: los sucesos perduran en el tiempo como un temblor en la epidermis de los lugares donde ocurrieron. Ya lo dice Montaigne en su ensayo sobre la vanidad: "¿Se debe a la naturaleza, o a un error de la fantasía, que la contemplación de los sitios que sabemos fueron frecuentados y habitados por personas cuya memoria tenemos en estima, nos conmueva en cierto modo más que escuchar el relato de sus acciones o que leer sus escritos?". Cicerón, en "El bien y el mal supremos", resume esta idea en seis palabras deliciosas: "Tanta vis admonitionis inest in locis". O sea: "Tanto poder de evocación hay en los lugares".
Pero volvamos a Arbucala.
Salgo del coche y recorro la cumbre del cerro. El dominio visual es impresionante. El silencio es puesto en tela de juicio solo por el zumbido del repetidor y las detonaciones lejanas de los cazadores. Trato de imaginar la impresión que sacudió a los vacceos de aquellos días al ver aparecer en lontananza al mayor ejército que jamás hubieran podido imaginar. Camino con la vista puesta en el suelo buscando algún vestigio de los vacceos de Aníbal. No veo sino las joyas critalinas que el hielo construyen en las plantas, parpadeando al sol. Se me ocurre de pronto que hay unos arqueológos que llevan generaciones excavando las entrañas de Arbucala. Los conejos.
Busco en los montículos de tierra que protegen la boca de las madrigueras y pronto encuentro lo que busco: fragmentos de tosca cerámica oscura, lisa en el exterior y rugosa en el interior, que me invitan a albergar la ilusión de que proceden de Arbucala. Descubro en ellos el poder de evocación de que me hablaban Cicerón y Montaigne. Antes de irme, dejo las piezas donde las encontré, no vaya a ser que las echen en falta los conejos de Arbucala.
Viso de Bamba (Zamora)
3 de diciembre de 2017