De las pocas cosas que sabemos sobre la relación entre Aníbal e Imilce de Cástulo es que se conocieron en el santuario de Auringis, el oppidum que se alzó en el cerro de Santa Catalina de la actual Jaén. Muy poco se conoce de él. Sin embargo, a unos pocos kilómetros, en el paraje de Puente Tablas, se encuentra uno de los oppida ibéricos mejor conservados, y el azar ha querido que en él se haya descubierto un santuario sencillamente extraordinario consagrada a una divinidad solar femenina, situado junto a una puerta ceremonial abierta en la muralla, llamada puerta del Sol. Grato nombre para un madrileño, por cierto. Era inexorable que me inspirara en él para enmarcar la escena del encuentro entre ambos en La cólera de Aníbal. Y que a la primera ocasión viniera a verlo con mis propios ojos.
Madrugué para estar en el acceso del oppidum a la hora de apertura, las nueve de la mañana. Cuando abrieron corrí hasta la puerta del Sol y quedé impresionado: mi sombra caía en línea recta sobre el betilo, el bloque de piedra vagamente antropomorfo que representa a la divinidad. Era el día 24 de marzo y la alineación solar del amanecer equinoccial aún se dejaba notar en una hora tan temprana.
Todo esto merece una explicación. Como he dicho, el santuario de Puente Tablas es algo único, y ha permitido a los arqueólogos, dirigidos por Arturo Ruiz y Manuel Molino, de la Universidad de Jaén, reconstruir el mundo ritual íbero de un modo sin precedentes. Las excavaciones han sacado a la luz un complejo de culto, situado junto a la entrada ritual de la ciudad, formado por tres espacios aterrazados: en los dos primeros se suceden los templos de la diosa solar y tal vez su contraparte masculina, cada uno con su patio, pre-cella y cella, al estilo fenicio. En el umbral de la cámara sagrada de la diosa se distingue una losa de piedra con forma de piel de bóvido, el símbolo sagrado de Tartessos. Una pequeña cámara permite custodiar la representación mágica de la diosa, un betilo de piedra que en las ceremonias equinocciales se saca a la calle para recibir, con una secuencia taumatúrgica de luces y sombras, los primeros rayos del sol de primavera u otoño. Para ello juega un papel esencial la propia puerta, a la que se llega por un corredor encajado en la muralla con una longitud de 14,5 metros. Esa medida no es casual: las casas halladas en el oppidum, distribuidas en parcelas rigurosamente planificadas con dimensiones pitagóricas, tienen 14,5 metros de fondo. Es asombrosa la sofisticación urbanística con que hacían sus ciudades los íberos del siglo V a. C.
En el centro del corredor, en el punto donde debió situarse la puerta del Sol, los arqueólogos encontraron un altar cuadrado y una losa en el suelo con la misma forma bajo la que se halló una cista con un conjunto de singulares ofrendas hechas a la diosa: las mandíbulas de siete cerdas preñadas, rodeadas de las de sus nonatos, todas ellas orientadas hacia el sol naciente del equinoccio.
La tercera terraza del santuario nos depara una sorpresa más. El pequeño escarpe en que se aloja está horadado por tres cuevas. Ante ellas hay una plataforma de losas bien talladas con cubetas excavadas en ellas. Todo hace pensar en libaciones y ofrendas oraculares. Es estremecedor.
En los últimos años, los investigadores del Instituto Universitario de Arqueología Íbera de Jaén han recreado la apariencia que debieron tener los ritos solares en Puente Tablas durante los equinoccios. Lo hacen al amanecer, erigiendo una reproducción de la puerta del Sol y haciendo que los rayos solares iluminen una reproducción del betilo que fue encontrado in situ (el original está en el nuevo Museo Íbero de Jaén, no tardaremos en llegar a él). La climatología de este año les ha obligado a suspenderlo, pero quede aquí mi reconocimiento hacia una iniciativa que consigue aproximarnos de un modo conmovedor a la espiritualidad de aquellas gentes. Esa fue la razón de que quisiera estar en Puente de Tablas de buena mañana.
El azar me compensó: no tuve a los arqueólogos, pero disfruté de una guía excepcional. La casualidad quiso que me encontrara, en el excelente centro de interpretación con que el "Viaje al tiempo de los íberos" ha dotado a Puente Tablas, con una visita organizada por la asociación cultural Nueva Acrópolis de Jaén. Belén, la coordinadora, me permitió sumarme al grupo, una gente atenta y hospitalaria como ninguna; mi agradecimiento a todos ellos. Y especialmente a Eva María de Dios Martínez, la guía, que hizo gala de una profesionalidad extraordinaria.
Siguiendo a Eva recorrimos el perímetro de las imponentes murallas, con sus grandes bastiones perpendiculares; las manzanas de casas; el palacio del príncipe, con su salón del trono, su templo doméstico y sus lagares ("quien posee el poder posee el vino", nos recordó). Eva nos habló de la estructura social de los íberos, basada en linajes gentilicios clientelares, y también de su forma de vida, en un territorio articulado en torno a ciudades como Puente Tablas o la vecina de Auringis, a la que los habitantes de nuestro oppidum se trasladaron en el siglo III a. C., precisamente en tiempos de Aníbal, en una fecha próxima a la conquista de Escipión.
Sobre todo, Eva intentó hacernos revivir las ritos del santuario. Representó alternativamente los papeles de una joven devota y un sacerdote, describió el olor del azufre de las ofrendas, el humo de las antorchas de esparto, acudió a la cueva del oráculo desde la que imaginó las palabras del sacerdote. "El oráculo habría tomado alguna planta sagrada para entrar en contacto con la divinidad", dijo Eva con una sonrisa pícara. Nos hizo situarnos alrededor de la copia del betilo, para llamar nuestra atención sobre los brazos estilizados cruzados sobre el vientre. "Los arqueólogos sugieren que está haciendo el gesto de subirse el vestido -dijo Eva- como si mostrara, u ofreciera, el sexo al sol". Extraordinario.
Eva y mis amigos de Jaén marcharon y quedé solo, con el oppidum entero para mí. Despues de varios días de lluvia el mundo parecía como recién lavado. Sierra Mágina se transparentaba, piedra y nieve, a lo lejos. Traté de imaginarme aquel mundo en que, dos siglos antes de que Roma desembarcara por primera vez en la península, la cultura ibérica había alcanzado un grado de desarrollo y cosmopolitismo extraordinario, con las influencias fenicias, turdetanas y griegas fluyendo densamente por todo el valle del Guadalquivir.
Me asombró que un lugar tan excepcional no tuviera más que un puñado de visitantes. Ojalá con la ayuda de Eva, de arqueólogos como los de Jaén y personas con curiosidad como los miembros de Nueva Acrópolis, contribuyamos a darlo a conocer.