Llegar al castro vettón de Ulaca al atardecer, cuando en las cumbres de Gredos se suceden los rompimientos de gloria y el mundo parece haber quedado deshabitado de repente, me produce una emoción difícil de olvidar. Llevaba mucho tiempo esperando ver el altar escalonado de los sacrificios, y ante él compruebo cómo, en las cubetas excavadas en el granito, el líquen ha reemplazado con la misma avidez a la sangre que se vertió en ellas hace dos milenios. Era imposible no escuchar los ecos de la espiritualidad de quienes oficiaron aquí sus ritos de la vida y la muerte.
Y después la sauna sagrada, tallada también en la piedra. Cuántas veces he dejado volar la imaginación viendo esa imagen: la escena de El heredero de Tartessos en que Gerión pasa su rito iniciático está inspirada en ella. Caigo en la cuenta de que ha pasado ya una docena de años desde que aparecieron Gerión, Anglea y los demás; es como si hubiera ido construyendo una familia paralela que en la altura mágica de Ulaca adquiere casi la materia de lo real.
Regreso cuando empieza a escasear la luz, buscando los hitos pintados de amarillo que jalonan el camino. El valle de Amblés se extiende hacia el horizonte como un mundo remoto e inaccesible. A mi espalda crece una soledad sin límites. Me parece imposible que Madrid espere a poco más de una hora de carretera.
Bravo... Arturo. Nos vemos en un mes ;-)
ResponderEliminarGracias por tu comentario documentado y el reportaje fotográfico. Me prometo una visita pronto.Tono
ResponderEliminarGracias por tu comentario documentado y el reportaje fotográfico. Me prometo una visita pronto.Tono
ResponderEliminarTono, Íñigo, os conoceréis en los Encuentros Hislibris de Santiago.
ResponderEliminarSobrecogedor...
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