viernes, 31 de julio de 2015

¡MANUELA: SALVEMOS EL COMERCIAL!


Estos días he leído un buen número de necrológicas dedicadas al Comercial, alguna tan hermosa como la de mi amigo Jaime Alejandre. Pero no me resigno a darlo por perdido; no me puedo creer que los madrileños no tengamos aliento ni instituciones para impedirlo. Cualquier ciudad debe resistirse con uñas y dientes a perder un espacio tan cargado de convivencia, literatura, memoria y conversación. He escuchado a Manuela Carmena expresar su deseo de que el Comercial pueda volver a abrir sus puertas renovado. Luchemos para conseguirlo. Pidamos a nuestro Ayuntamiento que se implique en la supervivencia del café Comercial.
Os animo a compartir o, mucho mejor, hacer vuestro propio cartel.


lunes, 27 de julio de 2015

CÁSTULO: LA CIUDAD DE IMILCE (Tras las huellas de Aníbal III)


Todo el efecto benefactor de los presupuestos de la Junta de Andalucía y la modernidad tecnológica que había brillado por su ausencia en el Museo Arqueológico de Linares nos recibió cuando a la mañana siguiente, día de Viernes Santo, tras una larga noche de esa mezcla maravillosa de juerga y devoción que sólo puede encontrarse en estado puro al sur de Despeñaperros, nos acercamos al centro de interpretación de la ciudad íbero-romana de Cástulo. Sobre los muros de piedra pulida un flamante cartelón nos invitaba a emprender un viaje al tiempo de los íberos. 



Ya en el interior, un panel informativo pone a los viajeros en contexto: "Durante la antigüedad, Cástulo fue un importante centro urbano. En la época ibérica adquirió un predominio político sobre la región denominada Oretania por los escritores clásicos (Plinio, Estrabón y Ptolomeo). Su situación estratégica junto a la vía de comunicación que conecta el Alto Guadalquivir, la Meseta y el Levante propició que desde época muy temprana se convirtiera en un núcleo de aprovisionamiento y distribución de mercancías y de metales procedentes de Sierra Morena. La riqueza minera de la zona favoreció que los cartagineses hicieran del asentamiento un objetivo estratégico".


Después se sucede un interesante despliegue de vídeos, expositores y carteles para familiarizar al visitante con el poderío de Cástulo, con abundancia de muestras de minerales y falcatas repartidas con buen criterio por las paredes. Ginés, uno de los miembros del equipo arqueológico, nos advierte de que la visita guiada está a punto de comenzar y apenas si tenemos tiempo de conversar con él. Nos recomienda que no dejemos de ir a visitar los santuarios de Sierra Morena. "Son lugares increíbles", dice, sacudiendo la cabeza como si siguiera embargado por el asombro que sintió cuando los vio por primera vez. "Había exvotos a millares amontonados en el abrigo, sobre los riscos".


Cuando salimos al exterior, a pesar de estar todavía a principios de abril la vibración del aire anuncia un día de calor severo. Nos apresurarnos para unirnos al grupo que espera en el camino que conduce al cerro. Llegamos a tiempo de escuchar la presentación del guía, un hombre voluminoso y afable, de pelo cano y esa indumentaria de cazadores desarmados que suelen gastarse los arqueólogos. "Soy Antonio Quiles, ingeniero de Minas jubilado, voluntario del aula de la Tercera Edad. Bienvenidos a Cástulo". Echamos a andar mientras Antonio desgrana el testimonio de su antigua relación con el lugar y ensarta una anécdota tras otra, llevándonos desde el día en que el Estado compró las sesenta y nueve hectáreas del yacimiento hasta aquel otro en que las reparticiones de Fernando III el Santo, tras la victoria de éste en las Navas de Tolosa, atribuyeron el lugar, junto con el pueblo de Linares, a Baeza, que junto con Úbeda fue construida en gran medida con las piedras venerables de las ruinas romanas.



Pasamos junto a las cisternas subterráneas, hurtadas por supuesta seguridad a la curiosidad del visitante, y llegamos a los cimientos de una torre íbera que en aquellos días lejanos debió de dominar un extenso entorno. Impresiona la vastedad del horizonte. La serranía que se recorta en la distancia está difuminada por una evanescencia lechosa. En este comienzo de primavera todo tiene un aire ubérrimo y jugoso, el verde es tan perfecto que confiere al paisaje el aspecto de una fotografía retocada. En el ambiente hay un intenso amargor, un perfume a almazara que, según Antonio Quiles, procede de la orujera de Baeza. Nos señala en su dirección; más allá se distingue la silueta de Sierra Mágina aún con manchas blancas de neveros clareando su sombra. "Cuando era joven iba y venía en el día en bicicleta" dice asintiendo despacio, con más sorpresa que nostalgia. "Miren, aquello es Guadalimar de Lupión, antes llamado del Caudillo. Y allá a lo lejos Torreblascopedro". Antonio charla de esto y aquello, pone en cuestión las interpretaciones de los arqueólogos sin dejar de referirse a ellos con respeto reverencial, habla de Aníbal e Imilce como si los hubiera conocido personalmente y recuerda el llamado Pozo Aníbal, que según los antiguos cronicones fue la dote argentífera, de riqueza legendaria, con que la princesa oretana fue entregada en matrimonio al general cartaginés. 

Llegamos por fin a una estructura en mitad de la rala pradera del cerro y quedamos boquiabiertos ante el celebérrimo mosaico de Los Amores, cuyas escenas mitológicas iluminaron un día el suelo de un colegio de sacerdotes augustales. Más allá se han hecho aflorar los cimientos de unas termas y un cruce de calles. Escapa a la imaginación tratar de aventurar todo lo que se oculta bajo la dilatada estepa de lentisco, cornicabra y romero que se extiende ante nuestra vista hacia el perfil solitario de la torre almohade, recortada contra el olivar que se extiende hasta el horizonte como un pelaje interminable.



Antonio Quiles se despide recordándonos que lleva en pie desde las cuatro de la mañana para ver al Nazareno, y aprovechamos para ir a echar un vistazo a la famosa puerta del león abierta en el extremo septentrional de la muralla. Cuando llegamos no encontramos otra compañía que una reluciente culebra que toma el sol entre las piedras cortadas a escuadra, y aquí sí es fácil imaginar la escana narrada en el artículo de Ginés Donaire. 

Un panel informativo reconstruye la puerta cuyos restos tenemos ante nosotros, con los dos leones enfrentados soportando las jambas que se unen más arriba en un arco de medio punto. Encaramado a los sillares echo la mirada al horizonte, tendido entre Sierra Morena y Sierra Mágina, entre el cercano Guadalimar y el lejano Guadalquivir. El dominio visual crea la ilusión y el anhelo del dominio territorial. Comprendo, como Aníbal, que pocos lugares parecen tan propicios como Cástulo, la ciudad de Imilce, para poner el primer mojón de un imperio.





viernes, 3 de julio de 2015

EL LEÓN DE CÁSTULO (Tras las huellas de Aníbal II)


El 28 de noviembre de 2013 el diario El País publicaba, en su edición de Andalucía, una noticia bajo el titular: Descubierta en el yacimiento de Cástulo la escultura de un león ibero-romano, firmada por Ginés Donaire. La fotografía que acompañaba al artículo mostraba una pieza de gran tamaño y factura realmente extraordinaria: un león de gran realismo, con las guedejas de la melena cuidadosamente trabajadas, las fauces entreabiertas y las garras delanteras sujetando la cabeza de un hombre sometido. A juicio del director de las excavaciones, el arqueólogo Vicente Barba, la escultura debió estar situada en una puerta importante "que se construye por una determinada cuestión ceremonial, o de una puerta relacionada con la Segunda Guerra Púnica". El reportero da un paso más y afirma que "los expertos valoran ahora si esta puerta podría ser la que utilizó el cartaginés Aníbal cuando fue en busca de la princesa Himilce".

Se comprenderá que quedé fascinado por la idea. ¡De modo que tal vez los ojos de arenisca de aquel león, abiertos para siempre en su rostro atónito, vieron pasar a Aníbal cuando llegó a Cástulo en aquella trascendental visita! Si fuera así, este animal de piedra sería el único testigo conocido del paso del Bárquida por nuestro solar, lo que no sería cosa menor para quien, como yo, está casi más inclinado a creer en las almas de las estatuas que en las de los humanos.

Así las cosas, llegó una Semana Santa en la que pude convencer a Ángela para que emprendiéramos una ruta arqueológica que, comenzando en la jiennense Linares, nos permitiera verlo y tocarlo de primera mano, en el convencimiento de que alguna revelación debía producir la experiencia. Y no quedamos defraudados, porque además de la arqueología, el bullicio estruendoso y pintoresco de las procesiones que enhebraron las calles de Linares en aquellos días nos proporcionaron abundante condimento etnográfico digno de atención.


El Museo Arqueológico de Linares se sitúa en el centro antiguo del pueblo, en un palacio renacentista del siglo XVII que perteneció a la familia Dávalos. Su creación en 1956 fue iniciativa de Rafael Contreras de la Paz quien, tras ejercer como juez y fiscal en diversos destinos, se retiró a su pueblo al jubilarse, emprendiendo una enérgica actividad de defensa del patrimonio arqueológico de aquella tierra. No sólo promovió la creación del museo, sino que fundó y dirigió la revista Oretania y consiguió que el Estado comprara el yacimiento y pusiera en marcha las excavaciones, en las que también participó activamente, según relata José María Blázquez, académico de la Historia y experto sobresaliente en la protohistoria de España. Valgan, por cierto, estas palabras como homenaje a Rafael Contreras, gracias a cuya tarea, infatigable y altruista, Cástulo no deja de revelar tesoros y secretos en nuestros días. 


Desde que cruzamos el umbral nos seduce esa tranquilidad rural de los pequeños museos arqueológicos municipales. Hay en ellos una penumbra intemporal, un hospitalario sosiego; en el silencio las voces de los escasos visitantes levantan ecos que no tienen prisa por extinguirse. La exposición se distribuye en dos plantas alrededor de un patio con aire de claustro con un mosaico romano en su centro, circundado por un pórtico de arcos de medio punto de ladrillo y columnas de piedra. Hay una extraordinaria profusión de piezas íberas y romanas distribuidas en pedestales y vitrinas que muestran los ajuares funerarios de las necrópolis de Cástulo. Hay urnas cinerarias, falcatas amortizadas con violencia, puntas de lanza y flecha, regatones, glandes de honda, joyas, piezas de cerámica griega, cereales renegridos que dan testimonio de banquetes celebrados en el más allá.



Todo a nuestro alrededor formula la paradoja de pretender mostrarnos la vida cotidiana en el Cástulo de los íberos a través de los objetos con que se acompañaban en la muerte. Hay algunos que llaman especialmente la atención: una elegante esfinge de bronce de largas alas extendidas hacia atrás tocada con una tiara egipcia; un quemaperfumes con dos cérvidos y un felino sentados en su borde, como si hubieran entablado una mutua vigilancia que hubiera de prolongarse durante toda la eternidad. La cartela me revela que esas maravillas son del siglo VI a. C. y proceden de la tumba de Los Higuerones; ilustran con elocuencia el esplendor de las culturas del sur de la península cuando Roma no era todavía sino una belicosa ciudad en el centro de Italia. 

La espiritualidad la ponen los exvotos, también de bronce, del santuario de Santa Elena, uno de los lugares sagrados en las serranías del norte que frecuentaron durante siglos las gentes de Cástulo. Nada hay en el museo que transmita tanta humanidad como esas figuritas que expresan emociones de gratitud, esperanza o temor indistinguibles de las nuestras. Una se cubre el pecho con los brazos, otra muestra las palmas de las manos con expresión de desnuda humildad. Es imposible no ponerse en el lugar de quienes depositaron en ellas la vastedad de su alma a la hora de entregárselas a los dioses.





En conjunto, todo tiene un aire vetusto y destartalado, como si desde los tiempos de D. Rafael el museo esté esperando la reforma que estos tiempos de crisis no dejan de posponer. Poniéndole humor y ánimo constructivo, el visitante puede disfrutar la sensación de estar descubriendo un tesoro antiguo y clandestino.

Alrededor del patio se disponen los leones de piedra arenisca de la necrópolis ibero-romana, todos con la boca entreabierta en expresiones muy diversas, desde la intimidación a la lástima pasando por el puro cachondeo. Y en un lugar de privilegio, junto a la entrada, está el más imponente de todos ellos, el considerado por excelencia león de Cástulo, el que flanqueó, junto con un mellizo hoy perdido, aquella puerta que acaso un día cruzara Aníbal. Es una escultura espectacular, con una talla pulcra y precisa muy expresiva. La boca abierta mostrando los colmillos, la pelambre flameante, las orejas atentas, las pezuñas sujetando la cabeza de un enemigo caído, los ojos abiertos de par en par sirven de advertencia a los viajeros de que con el poder de Cástulo no se juega.

Pedimos a Pepi, la amable mujer que nos ha atendido en la entrada al museo, información sobre la visita al yacimiento, y entablamos con ella una conversación sobre los viejos tiempos, cuando casi nadie en Linares prestaba atención a los tesoros enterrados en el cerro que se alza junto al Guadalimar. "La gente de Linares iba por allí a revolver y coger monedas", dice Pepi con un gesto de alegre sorpresa, como si no acabara de creerse todo lo que cada campaña de excavación va sacando a la luz, mientras mira de reojo la imponente majestad del león de Cástulo. Es imposible no hacerlo.