El 28 de noviembre de 2013 el diario El País publicaba, en su edición de Andalucía, una noticia bajo el titular: Descubierta en el yacimiento de Cástulo la escultura de un león ibero-romano, firmada por Ginés Donaire. La fotografía que acompañaba al artículo mostraba una pieza de gran tamaño y factura realmente extraordinaria: un león de gran realismo, con las guedejas de la melena cuidadosamente trabajadas, las fauces entreabiertas y las garras delanteras sujetando la cabeza de un hombre sometido. A juicio del director de las excavaciones, el arqueólogo Vicente Barba, la escultura debió estar situada en una puerta importante "que se construye por una determinada cuestión ceremonial, o de una puerta relacionada con la Segunda Guerra Púnica". El reportero da un paso más y afirma que "los expertos valoran ahora si esta puerta podría ser la que utilizó el cartaginés Aníbal cuando fue en busca de la princesa Himilce".
Se comprenderá que quedé fascinado por la idea. ¡De modo que tal vez los ojos de arenisca de aquel león, abiertos para siempre en su rostro atónito, vieron pasar a Aníbal cuando llegó a Cástulo en aquella trascendental visita! Si fuera así, este animal de piedra sería el único testigo conocido del paso del Bárquida por nuestro solar, lo que no sería cosa menor para quien, como yo, está casi más inclinado a creer en las almas de las estatuas que en las de los humanos.
Así las cosas, llegó una Semana Santa en la que pude convencer a Ángela para que emprendiéramos una ruta arqueológica que, comenzando en la jiennense Linares, nos permitiera verlo y tocarlo de primera mano, en el convencimiento de que alguna revelación debía producir la experiencia. Y no quedamos defraudados, porque además de la arqueología, el bullicio estruendoso y pintoresco de las procesiones que enhebraron las calles de Linares en aquellos días nos proporcionaron abundante condimento etnográfico digno de atención.
El Museo Arqueológico de Linares se sitúa en el centro antiguo del pueblo, en un palacio renacentista del siglo XVII que perteneció a la familia Dávalos. Su creación en 1956 fue iniciativa de Rafael Contreras de la Paz quien, tras ejercer como juez y fiscal en diversos destinos, se retiró a su pueblo al jubilarse, emprendiendo una enérgica actividad de defensa del patrimonio arqueológico de aquella tierra. No sólo promovió la creación del museo, sino que fundó y dirigió la revista Oretania y consiguió que el Estado comprara el yacimiento y pusiera en marcha las excavaciones, en las que también participó activamente, según relata José María Blázquez, académico de la Historia y experto sobresaliente en la protohistoria de España. Valgan, por cierto, estas palabras como homenaje a Rafael Contreras, gracias a cuya tarea, infatigable y altruista, Cástulo no deja de revelar tesoros y secretos en nuestros días.
Desde que cruzamos el umbral nos seduce esa tranquilidad rural de los pequeños museos arqueológicos municipales. Hay en ellos una penumbra intemporal, un hospitalario sosiego; en el silencio las voces de los escasos visitantes levantan ecos que no tienen prisa por extinguirse. La exposición se distribuye en dos plantas alrededor de un patio con aire de claustro con un mosaico romano en su centro, circundado por un pórtico de arcos de medio punto de ladrillo y columnas de piedra. Hay una extraordinaria profusión de piezas íberas y romanas distribuidas en pedestales y vitrinas que muestran los ajuares funerarios de las necrópolis de Cástulo. Hay urnas cinerarias, falcatas amortizadas con violencia, puntas de lanza y flecha, regatones, glandes de honda, joyas, piezas de cerámica griega, cereales renegridos que dan testimonio de banquetes celebrados en el más allá.
Todo a nuestro alrededor formula la paradoja de pretender mostrarnos la vida cotidiana en el Cástulo de los íberos a través de los objetos con que se acompañaban en la muerte. Hay algunos que llaman especialmente la atención: una elegante esfinge de bronce de largas alas extendidas hacia atrás tocada con una tiara egipcia; un quemaperfumes con dos cérvidos y un felino sentados en su borde, como si hubieran entablado una mutua vigilancia que hubiera de prolongarse durante toda la eternidad. La cartela me revela que esas maravillas son del siglo VI a. C. y proceden de la tumba de Los Higuerones; ilustran con elocuencia el esplendor de las culturas del sur de la península cuando Roma no era todavía sino una belicosa ciudad en el centro de Italia.
La espiritualidad la ponen los exvotos, también de bronce, del santuario de Santa Elena, uno de los lugares sagrados en las serranías del norte que frecuentaron durante siglos las gentes de Cástulo. Nada hay en el museo que transmita tanta humanidad como esas figuritas que expresan emociones de gratitud, esperanza o temor indistinguibles de las nuestras. Una se cubre el pecho con los brazos, otra muestra las palmas de las manos con expresión de desnuda humildad. Es imposible no ponerse en el lugar de quienes depositaron en ellas la vastedad de su alma a la hora de entregárselas a los dioses.
En conjunto, todo tiene un aire vetusto y destartalado, como si desde los tiempos de D. Rafael el museo esté esperando la reforma que estos tiempos de crisis no dejan de posponer. Poniéndole humor y ánimo constructivo, el visitante puede disfrutar la sensación de estar descubriendo un tesoro antiguo y clandestino.
Alrededor del patio se disponen los leones de piedra arenisca de la necrópolis ibero-romana, todos con la boca entreabierta en expresiones muy diversas, desde la intimidación a la lástima pasando por el puro cachondeo. Y en un lugar de privilegio, junto a la entrada, está el más imponente de todos ellos, el considerado por excelencia león de Cástulo, el que flanqueó, junto con un mellizo hoy perdido, aquella puerta que acaso un día cruzara Aníbal. Es una escultura espectacular, con una talla pulcra y precisa muy expresiva. La boca abierta mostrando los colmillos, la pelambre flameante, las orejas atentas, las pezuñas sujetando la cabeza de un enemigo caído, los ojos abiertos de par en par sirven de advertencia a los viajeros de que con el poder de Cástulo no se juega.
Pedimos a Pepi, la amable mujer que nos ha atendido en la entrada al museo, información sobre la visita al yacimiento, y entablamos con ella una conversación sobre los viejos tiempos, cuando casi nadie en Linares prestaba atención a los tesoros enterrados en el cerro que se alza junto al Guadalimar. "La gente de Linares iba por allí a revolver y coger monedas", dice Pepi con un gesto de alegre sorpresa, como si no acabara de creerse todo lo que cada campaña de excavación va sacando a la luz, mientras mira de reojo la imponente majestad del león de Cástulo. Es imposible no hacerlo.
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