miércoles, 26 de agosto de 2020

LA CÚPULA DEL MILLÓN DE TESELAS (CENTCELLES, Constantí, Tarragona)


Tras muchos años de visitas arqueológicas, creo que es la primera vez que he tenido que mirar hacia arriba para disfrutar contemplando mosaicos romanos. Es decir, lo normal es que los mosaicos estén en el suelo, enterrados, y creen una trepidación expectante cuando los arqueólogos, con su arte paciente y pulcro de pinceles y escobillas, los van devolviendo a la luz, en una epifanía inagotable de tesoros artísticos. Pero en Centcelles (Constantí, Tarragona), el guión fue bien distinto. Resulta que en el siglo XIX un payés llamado Antoni Soler compró una antigua ermita y la convirtió en masía. La estructura más singular del edificio era una vasta cúpula enyesada que creaba un hermoso espacio lleno de ecos en su interior. 

Algún tiempo después se desprendió una sección del yeso de la bóveda. Y allí estaba, para estupor de todos, el esplendor de un soberbio mosaico tardorromano. El tiempo acabaría revelando toda su magnitud. Cuando se completó en el siglo IV, lo formaron ni más ni menos que un millón de teselas multicolores.

Son distintas las teorías sobre la historia y función del lugar. Pudo haber servido de mausoleo en honor del emperador Constante, hijo de Constantino I el Grande, tras ser asesinado en Hispania por el usurpador Magencio. O pudo ser una villa aristocrática, o un edificio de culto de los primeros cristianos.

El visitante puede dejar que su corazón elija sus propias respuestas cuando se sumerja en la milenaria penumbra del lugar. Al hacerlo, conviene que dedique un instante de gratitud al Instituto Arqueológico Alemán, que salvó el edificio de la destrucción al comprárselo al propietario en 1959 -cuando en España no se prestaba mucha atención a estas fruslerías- para cedérselo en los años 70 del pasado siglo a las autoridades españolas. Tomemos nota.









miércoles, 12 de agosto de 2020

UN HOMÍNIDO CON MASCARILLA (En el Museo de la Evolución Humana de Burgos)

Parece mentira: soy de familia de raigambre burgalesa, hijo como quien dice de la ribera del Duero, y en sus ya diez años de vida no había encontrado ocasión de visitar el Museo de la Evolución Humana. Lo he hecho en este agosto en que la COVID-19 ha dejado desiertas muchas instituciones culturales, y me ha impactado. 
Es verdad que apabulla un poco el edificio para un contenido más bien modesto en cantidad, pero es un hermosísimo espacio, aéreo y sereno con sus geometrías de planos, terrazas y paralelepípedos. Y tiene una sala maravillosa que por sí sola merecería el edificio entero: la que alberga algunos de los hallazgos originales más trascendentales del yacimiento de Atapuerca. Poder estar en la penumbra silenciosa de la sala frente a la pelvis Elvis, la bifaz Excalibur o el cráneo nº5, el famoso Miguelón, me produjo una honda emoción, respetuosa y propicia a los misterios. El cráneo es especialmente sobrecogedor. Hace medio millón de años perteneció a un individuo que me hubiera mirado con ojos ya inteligentes. Como los de la corpulenta figura de Homo Heidelbergensis que han recreado los conservadores del museo, y que como testimonio del tiempo que vivimos luce ahora una mascarilla quirúrgica. Ese detalle parece haberle convertido, como por arte de magia, en humano.

Espectacular la librería del museo. Y un bonito detalle homenajear en un gran panel con sus nombres a todos los participantes en las excavaciones de Atapuerca entre 1978 y 2018.











lunes, 3 de agosto de 2020

LA DIOSA DEL SOL DE PUENTE TABLAS (JAÉN) (Dibujos Arqueológicos IV)


En el Museo Íbero de Jaén, nada me impresiona tanto como el betilo de la diosa del Sol hallado en Puente de Tablas. En su vitrina de luces y sombras, ejerce sobre mí una fascinación difícil de explicar. La observo largamente, me marcho y regreso de nuevo. Mantengo con ella una conversación inconfesable. Es como si en su presencia hubiera algún misterio a punto de revelarse, o alguna secreta fuente de certidumbre. No es extraño: al fin y al cabo, ella vio nacer el sol en los equinoccios durante generaciones. Ella vio, y recibió, el sacrificio de las cerdas preñadas, la sangre y el azufre. En la penumbra de la sala del museo se abraza el vientre y parece no haber muerto del todo.