martes, 23 de enero de 2018

LOS SEÑORES DE LOS CABALLOS (TRAS LAS HUELLAS DE ANÍBAL IX)


Tras la visita al Cerro de San Vicente en Salamanca, el deseo de ver un castro similar al que pudo albergar la Hermandica de Aníbal me lleva a Yecla de Yeltes, a 77 km hacia el oeste, donde se encuentra el magnífico oppidum vettón de Yecla la Vieja. Tras una hermosa ruta, atravesando un mar de encinas y alcornoques en la transparencia helada del invierno, llego a la hora de comer al único bar del pueblo, que luce el sugerente nombre de Bar Vettón. 

Al entrar con mi aspecto de arqueólogo de pacotilla, la docena larga de parroquianos -todos hombres- se me quedan mirando con la misma extrañeza que hubieran podido dedicar a uno de los vettones que construyeron y habitaron el castro vecino. Pasado el primer momento, la hospitalidad circunspecta de Castilla se pone de manifiesto y recibo un grave saludo unánime. Me acerco a la barra para pedir un pincho de bacalao rebozado y un botellín, y preguntar por Yecla la Vieja y el flamante centro de interpretación que, según internet, se ha construido en el pueblo en el marco de un proyecto financiado con fondos europeos. El primero es accesible permanentemente para los visitantes pero, según me informa Diego, el dueño del bar (abierto en abril de 2017 para regocijo de los 252 yeclenses censados, que se habían quedado sin ninguno), del segundo tiene la llave Ignacio, el alcalde.

El propio Diego me da el número de móvil y llamo. Tras las explicaciones de rigor por mi parte, el alcalde me da esquinazo. "No, no -me dice-. Antes sí que me ocupaba yo, pero ahora tienen que venir a enseñárselo los del centro arqueológico de Lumbrales, junto al castro de las Merchanas. Está a media hora en coche sin correr". Insisto y recibo como respuesta el tono de la línea. Me resigno a quedarme sin verlo. Imagino que el alcalde de Yecla de Yeltes se juramentó a enseñar el centro a los curiosos para que se lo construyeran, pero ahora la siesta del sábado es más importante que un visitante inoportuno.

Mientras a mi alrededor comienzan las partidas de cartas de la sobremesa doy cuenta del pincho y releo un artículo de Ricardo Martín Valls y Fernando Romero sobre el castro. Aunque hay en él algunos restos datables en la Edad del Bronce, los 1,7 Km de perímetro amurallado, cerrando una superficie de 5 Has con cuatro puertas y un portillo, se construyeron por sus habitantes vettones en distintas etapas a lo largo de la Edad del Hierro. El castro tuvo después una intensa vida en época romana y tardorromana, entrando en decadencia con los visigodos.

También a la época vettona pertenece el rasgo más distintivo de Yecla la Vieja: la aparición, en numerosos sillares de la muralla y canchales de granito exentos, de más de un centenar de insculturas representando símbolos y animales diversos. Hay un asno, un gato, dos cánidos, una serpiente, dos jabalíes, un toro... Pero sobre todo hay caballos, docenas de ellos, aislados o en escenas de grupo, con y -sobre todo- sin jinetes. Abundan en el entorno de las puertas y en puntos singulares como el de la ribera del arroyo Varlaña en que se halla el canchal llamado "de los 7 infantes de Lara".

Dedico las escasas horas de luz de la tarde a recorrer el castro en completa soledad, sin otra compañía que la memoria de los vettones. El lugar es de una belleza espectacular. El sol de diciembre se imprime sobre la piedra, el liquen y los encinos como un pan de oro. Camino alrededor de la muralla sorteando los campos de piedras defensivas hincadas; escucho el rumor del arroyo Varlaña y ecos de campanas en la distancia. Aprovechando los ángulos de la luz invernal busco las insculturas en las superficies de piedra. Aunque son esquivas a la vista, aprovechando la magnífica señalización pronto las encuentro en gran número. Paso las yemas de los dedos por los surcos gastados por más de dos milenios de intemperie, tratando de percibir el espíritu con que los caballos brindaron aliento y protección a quienes los tallaron. Dicen Martín Valls y Romero que las insculturas debieron tener valor apotropaico -es decir, de defensa mágica o espiritual- y que probablemente representan una expresión de culto heroico.

Para mí no son sino un enigma indescifrable. Tratar de entender el espíritu del castro es como intentar conversar con un extranjero que intenta hacerse entender a base de gestos. O mejor dicho, es como ser uno mismo el extranjero. Pero sí me estremece la emoción. Por muy impenetrable que sea el mundo espiritual de los pueblos prerromanos, de algún modo me siento más cerca de quienes lo expresaron con estos animales en la piedra que quienes lo hacen con modernas liturgias de nuestros días. Entiendo mejor el lenguaje del granito, el arroyo y el horizonte que el del incienso.

Lo pienso mientras contemplo la puesta de sol desde esta olvidada Altamira de los vettones, los señores de los caballos.























miércoles, 3 de enero de 2018

El criterio de humildad en el cerro de San Vicente (TRAS LAS HUELLAS DE ANÍBAL VIII)


Aprovecho uno de mis fines de semana arqueológicos para ir a buscar las huellas de Aníbal en Salamanca, la primera de las ciudades que el Bárquida conquistó en su campaña contra vettones y vacceos en el verano del año 220 a. C. De aquellos sucesos nos hablan los historiadores clásicos, sobre todo Tito Livio, Polibio, Plutarco y Polieno, estos dos últimos con mayor detalle. 

Las huellas que han llegado hasta nuestros días sobre el terreno son muy escasas, pero no inexistentes. A primera hora de la mañana, con la ciudad inmóvil bajo una de las rigurosas heladas castellanas de diciembre, voy en busca de la que nos ofrece la toponimia de la ciudad. En la esquina de las calles Veracruz y Tentenecio (notable nombre el de esta, por cierto) una tienda de antigüedades luce el nombre que llamó mi atención: El arco de Aníbal. Aunque hoy no queda de él ningún vestigio, sí aparece en las antiguas crónicas salmantinas, y fue por ella por donde se afirma que hizo su entrada en la conquistada Hermandica (utilizo aquí el nombre de Tito Livio) el general cartaginés.

Una evidencia más palpable es la que se exhibe en la minúscula sala dedicada a la arqueología del museo de la ciudad: una fíbula que parece representar un elefante, y una moneda cartaginesa de bronce con un busto de Tanit en una cara y una cabeza de caballo en la otra. Eduardo Sánchez-Moreno, uno de los mayores especialistas en la materia, explica que estas emisiones monetales se realizaron entre 221 y 215 a. C., por lo que la pieza bien pudo formar parte de la soldada de uno de los integrantes del ejército púnico.

La moneda se encontró en las proximidades del cerro de San Vicente, el emplazamiento donde se ubicó el primer poblamiento de Salamanca hace 2.700 años, perteneciente a la cultura llamada del Soto de Medinilla. Recientemente se ha construido en el cerro un espectacular museo sobre el origen de la ciudad, y ese mediodía tuve la suerte de poder sumarme a la visita guiada que realizó Cristina Alario, arqueóloga codirectora del proyecto. 

Es un yacimiento impresionante: el estado de conservación de las antiquísimas casas circulares de adobe, con sus vestíbulos orientados al sur, suelos aislantes, bancos adosados a las paredes y silos, sobre un promontorio asomado a un vado del Tormes, es algo sin parangón en España. Cristina nos guió por los restos arqueológicos desvelándonos la forma de vida de aquellas gentes de la Edad del Hierro que consiguieron prosperar hasta el punto de que las dos hectáreas se les quedaran pequeñas y tuvieran que trasladar su asentamiento al otro cerro más extenso que hoy conocemos como Teso de las Catedrales. Cuando llegó Aníbal esa era ya la auténtica Hermandica, con sus dieciocho hectáreas amuralladas y su población vacceo-vettona de algunos millares de habitantes. Desafortunadamente muy pocos vestigios nos han llegado de ella, aunque el parecer hay nuevos proyectos municipales para su puesta en valor. El poblado del cerro de San Vicente no era ya entonces sino un arrabal de suficiente importancia apenas para ser citado por los cronistas clásicos antes de quedar abandonado poco después. 

Cristina Alario se despide explicándonos que algunas secciones del yacimiento quedan y quedarán sin excavar, y al hacerlo nos da una extraordinaria lección de arqueología. "Es preciso aplicar el criterio de humildad -nos dice-. Las técnicas de investigación arqueológica estarán más evolucionadas en el futuro, como las nuestras lo están respecto de las de quienes nos precedieron. El yacimiento es un libro cuyas páginas solo se pueden leer una vez. El cerro de San Vicente no es patrimonio de nuestra generación, sino de la Humanidad".