jueves, 22 de septiembre de 2011

Siguiendo el impulso del corazón (el palacio de Sargón II en Jorsabad)

Cuando Sargón II, rey de Asiria tras la muerte de Salmanasar V, regresaba a Nínive al término de la octava campaña militar contra Urartu, el poderoso vecino del norte, decidió fundar una ciudad para celebrar la victoria. Corría el año 713 a. C. Lo hizo, segun él mismo afirma en una inscripción fundacional, "siguiendo el impulso del corazón". Eligió un emplazamiento quince kilómetros al norte de Nínive, en un lugar llamado Dur-Sharrukin (Jorsabad) y construyó una muralla casi cuadrada, de mil setecientos metros de lado, con siete puertas monumentales abiertas en ella; en su interior levantó un palacio de diez hectáreas.

Cuando se entra en la sala de Mesopotamia del museo del Louvre, la magnificencia de los restos de la antigua ciudad y el palacio de Sargón II resulta deslumbrante. Ahí están los colosales héroes domadores de leones, y los gigantescos toros alados que un día flanquearon los accesos. Son los shêdu, guardianes de las puertas. Tienen cuatro metros de altura, y sus cabezas humanas están coronados con tiaras divinas. Las paredes están cubiertas de grandes paneles de alabastro con relieves: el transporte de los cedros del líbano, escenas marítimas, desfiles procesionales.

Sargón II debía sentirse entonces amo del mundo, y quiso asegurar la perduración de su obra. Escribió: "A quienquiera que destruya la obra hecha con mis manos, que borre el recuento de mis hazañas, que Asur, el gran señor, destruya su nombre y su posteridad en la tierra". Pero el rey murió en 705 a. C., con su ciudad aún inacabada, y su hijo Senaquerib decidió volver a residir en Nínive, y y poco después Dur-Sharrukin fue enterrada por las arenas del desierto, hasta que muchos siglos después, en 1843, el cónsul francés de Mosul, Paul-Emile Botta, descubrió las ruinas y comenzó su traslado sistemático a Francia.

Saliendo del Louvre al esplendor de la tarde de final del verano en París, pienso en lo efímera que fue la gloria de Sargón II. Y si aún guardamos "el recuento de su hazañas", no fue por la voluntad de Asur, el gran señor, sino por la tenacidad de la piedra. Gracias a ella sabemos que, un día lejano, Sargón II decidió seguir el impulso de su corazón para alzar una ciudad, breve y hermosa como un espejismo, en el desierto.