viernes, 30 de diciembre de 2011

"Anonymous" en el Museo de Arte Islámico de Doha

Camino del aeropuerto internacional de Doha hacemos un alto para visitar el Museo de Arte Islámico, situado en una península artificial junto al puerto pesquero donde atracan los dhows para los recorridos turísticos. El edificio ofrece una estampa extraordinaria, como un zigurat de paralelepípedos de piedra pulida flotando sobre la imagen especular de sí mismo que proyecta sobre las aguas calmas de la bahía. El conjunto es limpio y puro, extrayendo de la geometría un valor esencial e intemporal. Nos cuentan que es obra de I. M. Pei, quien se inspiró para su concepción en el sabil (fuente de abluciones) de la mezquita del siglo IX de Ibn Tulun en El Cairo. Dice Pei que es en la lógica geométrica, la simetría axial y la rotación de segmentos donde reside la esencia de la arquitectura islámica. No lo sé, pero es indiscutible que el resultado es cautivador.

También lo es el interior del museo, con un atrio central abovedado de cincuenta metros de alto, en el que el intenso sol del desierto forma enigmáticos efectos de sombra y luz. A su alrededor se superponen las cinco plantas de salas de exposiciones, que apenas si tenemos tiempo de visitar. Las piezas no son muy numerosas, y eso ayuda a prestarles atención. Todas ellas han sido adquiridas en los últimos años, derramando los formidables ingresos del gas de Catar sobre las casas de subastas de medio mundo, en un intento más de convertir este pequeño país en una suerte de epicentro del mundo islámico. Hay piezas maravillosas, como el halcón de piedras preciosas procedente de la India, por el que se pagaron 44 millones de dólares. O la sala de caligrafía, con textos deliciosos escritos con pan de oro sobre hojas de árbol. O la máscara de guerra turca del siglo XIV, como un Anonymous que se burla de todos nosotros desde su vitrina.

Toda la fachada norte está formada por una superficie de cristal de cuarenta y cinco metros de alto, a través de la que se contempla el Golfo Pérsico (llamado aquí, por cierto, Golfo Arábigo) y, al otro lado de la bahía, el skyline de Doha. Es un espectáculo asombroso. Las torres ultramodernas y las grúas surgen allá enfrente, como surtidores de acero y cristal, en una estrecha franja entre el desierto y el mar. Es el paraíso de los arquitectos, compitiendo todos por dejar su impronta en un perfil que cambia de año en año, como un delirante organismo vivo que es, sin embargo, completamente artificial. Todo, hasta lo que tiene aire de antigüedad, está recién construido, desde los zocos hasta las islas, desde los parques hasta los palacios de exposiciones. Un organismo por cuyas venas circulan los dólares del gas que el azar quiso poner bajo las arenas del desierto.

Tal vez de eso se ría la máscara del museo. De lo extravagante que puede llegar a ser la vanidad de los hombres, en Doha y en cualquier lugar del mundo.

Al despegar pasamos sobre el museo, una gema blanca refulgiendo al sol de la tarde. El estrecho de Ormuz se despliega hacia el horizonte como un desierto de color esmeralda.
























martes, 27 de diciembre de 2011

¡Vuelve "El Periscopio" con Blasco Ibáñez!

Aunque algunas gentes de poca fe hayan podido pensar que El Periscopio se había convertido en una nueva víctima editorial de la crisis que no cesa, después de un año sin nuevos títulos, aquí estamos de nuevo.

Vuelve El Periscopio, y lo hace con un título excepcional: En el país del arte. Tres meses en Italia, de Vicente Blasco Ibáñez. Blasco Ibáñez, inevitablemente, porque pocos autores pueden corresponderse tan perfectamente con el propósito de la colección como este valenciano prolífico y asombroso que, a través de sus novelas y sus libros de viajes, retrató el final del siglo XIX y el comienzo del XX en una Europa convulsa que se precipitaba hacia la catástrofe.
Blasco no sólo fue un hombre comprometido social y políticamente hasta el punto de conocer la carcel y el exilio repetidas veces. Además, su vida está llena de peripecias que la convierten en un relato apasionante. Un buen ejemplo de ello son las circunstancias que le condujeron a escribir el libro que ahora presentamos, publicado originalmente en 1896. El prólogo de Rosa María Rodríguez Magda, Directora de la Casa-Museo de Blasco en Valencia, relata esas circunstancias, y muchas otras de la vida de Blasco, de un modo magnífico.

Blasco, como tantos otros españoles de su tiempo, murió en el exilio en Francia en 1928. Aunque son innumerables los reconocimientos que ha recibido recientemente, nos enorgullece sumarnos a ellos publicando una de sus obras más desconocidas en El Periscopio.

Si queréis comprarlo en edición en papel:

http://www.edicionesevohe.com/index.php?main_page=product_info&cPath=17&products_id=72

Y si os inclináis por el e-book:

http://www.evohedigital.com/products-page/newest/en-el-pais-del-arte-tres-meses-en-italia-vicente-blasco-ibanez/

sábado, 10 de diciembre de 2011

La fortaleza española de Santa Cruz en Orán



Miro por el ventanal de la habitación del hotel y contemplo el sorprendente paisaje de la bahía de Orán extendiéndose hasta el horizonte del atardecer. En la avenida del paseo marítimo comienzan a encenderse las farolas que, más que aliviar, acentúan la penumbra en que se sumen las calles caóticas y polvorientas de la ciudad vieja, en la que los edificios coloniales de la época francesa van cayendo en una rápida decrepitud.


Sin embargo ahora, por obra y gracia de la distancia que lo difumina todo, Orán tiene una hermosa estampa. La ciudad, con su silueta de modernos hoteles, minaretes y torres de apartamentos, brota y se extiende desde el puerto, cubriendo las colinas, trepando por los cerros, subiéndose a lo alto de los acantilados. En el más imponente de los cerros, el Murjadjo, que cierra la bahía por el oeste, está la fortaleza de Santa Cruz, entre la tierra y el cielo, testimonio de tres largos siglos de dominación española que sigue estando presente en el alma y el rostro de la ciudad. A sus pies está el mar, con un brillo tan vivo que parece tener una fuente de luz en su interior. Y en lo alto, mya de anochecida, un cielo amoratado salpicado por un puñado de desvaídas nubes negras, como la huella de un incendio ya extinguido.


Santa Cruz descansa en lo alto del cerro como un animal geológico, vigilando indolentemente la bahía. Leo en la guía que fue construida entre 1577 y 1604 para proteger la ciudad que conquistara para España en 1509 el Cardenal Jiménez de Cisneros, y lo hizo hasta 1708, cuando los otomanos de Argel conquistaron la ciudad. En 1732, una expedición mandada por el Duque de Montemar retomó Orán, que mantuvo su carácter de ciudad y presidio español hasta que en 1790, tras un terremoto que acabó con buena parte de la población, incluido el Gobernador y su familia, hizo que España abandonara Orán ya para siempre.


El Mediterráneo se oscurece poco a poco ante mis ojos, mientras contemplo la estampa de Orán desde la ventana. Pienso que posiblemente para mucho españoles el nombre de Orán resulte exótico y remoto, a pesar de la cercanía en la historia y la geografía. Orán está a 591 kilómetros de Madrid, más cerca que La Coruña, que está a 600. Deberé volver un día para conocer mejor este lugar árabe, francés y español. Subiré entonces a lo alto del Murjadjo para contemplar la ciudad desde la fortaleza de Santa Cruz.