lunes, 28 de septiembre de 2015

EL PERISCOPIO presenta TIERRAS MÁRTIRES, de Enrique Gómez Carrillo



El próximo lunes 5 de octubre a las 20:00 presentamos en el Ateneo de Madrid un nuevo título de la colección El Periscopio. Se trata de Tierras mártires, una estremecedora crónica de la Primera Guerra Mundial publicada en 1916 por el escritor y periodista guatemalteco Enrique Gómez Carrillo. Participaremos Miguel Losada, en representación del Ateneo, la responsable de la edición, Mª José Galván, y yo mismo. Quien quiera acercarse será muy bienvenido.

Publicada por primera vez en 1918, Tierras mártires representa uno de los más importantes testimonios periodísticos y literarios que se han escrito sobre la Gran Guerra. Gracias a la experiencia que su autor vivió en su calidad de periodista y de testigo directo de los acontecimientos, los catorce capítulos que componen el libro permiten al lector actual, cien años después, embarcarse en un viaje por el tiempo y por la historia para recorrer con Enrique Gómez Carrillo la realidad bélica desde una perspectiva geográfica y humana.

martes, 8 de septiembre de 2015

Buscando a IMILCE en la DAMA DE BAZA (Tras las huellas de Aníbal IV)



Sigamos tirando del hilo argumental de nuestro relato. Hemos constatado ya sobradamente la fascinación de Aníbal por Alejandro de Macedonia y la fidelidad con que aquél quiso tomar como modelo a éste para dar contorno y materia al sueño de su familia de construir un estado helenístico en su "Oriente en Occidente" hispano, en palabras felices de Manuel Bendala.

Uno de los elementos clave de la estrategia de Alejandro fue producir un profundo mestizaje de lo macedonio con el sustrato persa del imperio que había conquistado, adquiriendo al mismo tiempo una legitimidad dinástica propia; para ello se casó con Roxana, princesa bactriana, hija de Oxiartes, y después con Estatira, hija del propio Darío. Y del mismo modo Aníbal, al igual que antes de él Asdrúbal, quiso emparentarse con la realeza íbera para ser beneficiario de la lealtad y la consideración semi-divina que los íberos profesaban a sus reyes.

Para ello, como hemos visto, Aníbal eligió a Imilce, hija del régulo Mucro de la gran ciudad oretana de Cástulo, pieza clave para asegurar al proyecto Bárquida el control del alto Guadalquivir, un territorio muy valioso por sus riquezas agrícolas y mineras y por su dominio de las vías de comunicación hacia la Meseta y el Mediterráneo.

En realidad lo ignoramos casi todo de Imilce. Por el poeta Silio Itálico sabemos que los esponsales tuvieron lugar en el templo de Tanit en Qart Hadasht y que Imilce trató de evitar la guerra con Roma. Una vez iniciada la misma, intentó acompañar a Aníbal a Italia, pero éste se opuso y la envió a Cartago, donde probablemente murió poco después en una epidemia. Ambos tuvieron un hijo, Aspar, nacido durante el sitio de Sagunto, del que nada más sabemos.

Para intentar echar una mirada a Imilce tenía dos opciones. Una era acudir a Baeza, en cuya Plaza del Pópulo hay una fuente coronada por una estatua que tradicionalmente se considera representación funeraria de la esposa de Aníbal, realizada cuando sus restos fueron llevados para ser inhumados en su ciudad natal.

La otra, más próxima, era visitar una vez más el Museo Arqueológico Nacional, donde espera siempre al visitante la que Bendala sugiere intepretar como un trasunto razonablemente aproximado de Imilce. Me refiero a la Dama de Baza. Dada su proximidad geográfica con Cástulo, y temporal con Imilce (aquella es del siglo IV a. C. y ésta del III), cabe suponer que ambas pertenecen a esferas sociales y sistemas simbólicos muy cercanos.

De modo que acudo al MAN, me planto ante la dama y la observo con detenimiento. Trato de imaginar que es la propia Imilce, sentada en su sillón, alada como representante de la divinidad, esperando con hierática paciencia la visita de los clientes y suplicantes que debieron buscar siempre la oportunidad de presentarse ante ella. Combina de un modo fascinante la sobria elegancia, el imperturbable equilibrio de las estatuas griegas, con un aire exuberante que nos habla de Oriente, con su manto de ribete ajedrezado cayendo desde una tiara o un tocado proyectado hacia atrás, con sus voluminosos pendientes y el triple collar que le cubre por entero el cuello, con los adornos pectorales de placas y rombos. Tiene los labios gruesos, diríase que sensuales, enmarcados por unas mejillas sorprendentemente vivaces, y la nariz delicadamente perfilada. Es claro que el escultor se esforzó por presentárnosla en el esplendor de su hermosura. Su mirada escruta sin parpadear el infinito, o tal vez el remoto futuro desde el que la dibujo y escribo sobre ella. A sus pies se distribuyen cuatro panoplias de guerreros a modo de ofrenda, tal vez de quienes lucharon y acaso murieron rindiéndole honores. Encierra un pichón en la mano izquierda, sirviendo de nexo mágico entre la mujer mortal y la diosa, entre este mundo y el otro.

¿Se pareció Imilce, la mujer de Aníbal, a esta callada estatua de piedra? Es fácil pensar que sí, dejándose arrastrar veintidós siglos atrás por la ventana abierta en las circunferencias de sus ojos.