viernes, 20 de abril de 2018

EL VADO DE ANÍBAL EN EL TAJO (Tras las huellas de Aníbal XI)


Tras su victoria sobre los vacceos en Hermandica y Arbucala, al final del verano del 220 a. C., Aníbal emprendió el regreso hacia Qart Hadasht, urgido ya por la proximidad del otoño y la considerable duración de la campaña, que lo había mantenido alejado del corazón de su reciente poder. De ese modo había dejado un espacio de maniobra a sus enemigos que no podía dejar de inquietarlo. El éxito de la expedición constituía al mismo tiempo un motivo de vulnerabilidad: a su numeroso ejército, el saqueo y los tributos impuestos a las ciudades derrotadas habían añadido un gran bagaje de ganado, esclavos y cereales que hacía lento y pesado y ritmo del retorno.

Aníbal eligió por tanto la ruta más directa hacia su territorio, cruzando la sierra de Guadarrama por el puerto de la Fuenfría o el de la Cruz Verde, yendo a buscar alguno de los vados practicables en el río Tajo, probablemente en lo que hoy es la Comunidad de Madrid. Allí lo esperaba un formidable ejército formado por la coalición de todos los enemigos a quienes se había enfrentado en las dos campañas anteriores. Estaban capitaneados por los carpetanos que, con importantes oppida como Toleto, Titulcia o Consabura (Consuegra), dominaban la región. Había ólcades fugitivos de la destrucción de sus principales ciudades el año anterior, vettones, y un gran contingente de vacceos procedentes de Hermandica, que buscaban vengarse de Aníbal por la conquista de su ciudad. En conjunto, si hemos de dar crédito a Tito Livio y Polibio, cien mil guerreros dispuestos a hacer pagar al Bárquida sus deudas y ofensas. Las estimaciones actuales de los expertos reducen la cifra hasta 40.000, en todo caso suficientes para representar una grave amenaza para los 20.000 infantes, 6.000 jinetes y 40 elefantes de Aníbal, y para hacer de la batalla del Tajo la de mayor número de contendientes en la península Ibérica hasta la llegada de los romanos.

Los detalles de la batalla los encontramos en Livio (21, 5, 7-16) y Polibio (3, 13, 8-14). Baste decir aquí que fue una resonante victoria para Aníbal, la primera en campo abierto contra un enemigo comparable en potencia militar, y que permitió pacificar la retaguardia de los cartagineses, proporcionándole a Aníbal tranquilidad y recursos para acometer al año siguiente el sitio de Sagunto, así como comenzar a fraguar su fama de genio militar. 

Lo que resulta especialmente llamativo es que, habiendo sido una batalla de tal magnitud y consecuencias, no se conoce con certeza dónde tuvo lugar. Tradicionalmente se sitúa en el paraje conocido como Valdeguerra, en Colmenar de Oreja, pues es conocida la larga memoria de la toponimia para estas cuestiones, así como atendiendo a diversas fuentes de historiadores y eruditos. Parecería un jugoso proyecto arqueológico hacer una investigación al respecto con los recursos que hoy están a disposición de los investigadores, que han dado recientemente resultados tan espectaculares como la localización del escenario del enfrentamiento romano-cartaginés de Baécula en Jaén. Situar con certidumbre cerca de Madrid el escenario de la batalla del Tajo, en la que Aníbal y sus elefantes se enfrentaron a una confederación céltica, daría como mínimo para un centro e interpretación. Otros, con mucho menos, harían un parque temático.



Como es mi costumbre, se me ocurrió ir al lugar para intentar escuchar algún eco del pasado. A ello me anima el hecho de que, frecuentemente, los parajes que me convocan merecen la pena por sí mismos. Este parecía especialmente atractivo, con el poblado medieval abandonado y su castillo almohade alzado sobre los restos de la antigua población romana de Aurelia. Ruinas y cerros desolados, qué mejor plan para dedicar una mañana de domingo de mayo.

Llego desde Ocaña por un laberinto de caminos de tierra recorriendo montes que parecen dejados de la mano de Dios. El poblado es una ruina de tejados hundidos e higueras resguardadas en los rincones. Más allá está el castillo, tan desmoronado como los cerros de yeso sobre los que se alza; aquí y allá quedan incongruentes lienzos de muralla haciendo equilibrios sobre el cortado. Me asomo midiendo mis pasos y veo el Tajo allá abajo, trazando elegantes meandros que culebrean por el centro de la vega, con una cinta verde de chopos y sauces señalando el curso del cauce. Al otro lado del río la vega se ensancha hacia una sucesión de colinas que solo hacia levante merecen el nombre de montes.

Vuelvo al mirada en derredor. Es un lugar tan devastado como hermoso: el poblado abandonado, el horizonte, el suelo taladrado de túneles y bóvedas desmoronadas. Trato de imaginar este lugar hace veintidós siglos, con decenas de miles de hombres muriendo y matando. No es fácil, porque el exiguo río de hoy no parece un obstáculo serio para ningún ejército. Será cosa de los trasvases y los regadíos, como esos que tapizan la ribera a los pies del cerro trazando grandes circunferencias de verdura. Los montes a mi espalda son mucho más agrestes, grises e inhóspitos, porque tan solo los tamarindos y las retamas soportan la sobriedad del yeso. Este es el territorio de los solitarios: los buitres que deslizan sus círculos en el cielo, las lagartijas entre los espinos, los ciclistas contrastando con sus atuendos de brillantes colores... También yo mismo, un viajero del pasado tomando notas a la sombra del torreón.

La soledad del lugar no es completa. Un hombre, acompañado por una mujer y una adolescente, hace fotografías apoyando el trípode de la cámara en lugares temerarios.

    -¡Qué lugar, ¿eh?! -me dice, respondiendo a mi saludo-. Nosotros somos de Ontígola, de aquí al lado, pero no habíamos venido nunca. Me lo recomendó un amigo que caza por estos parajes. "Ve pronto", me dijo, "porque no durará mucho".

Es verdad, si los responsables del patrimonio no lo remedian, cualquier día el castillo de Oreja y los vestigios de la antigua Aurelia se desmoronarán, sumergidos en una nube de yeso, sobre el vado de Aníbal. 

Los dos nos quedamos mirando en silencio la inmensidad. Me convenzo de que este debe ser el lugar de la batalla, porque de lo contrario es inimaginable que un lugar tan perfectamente pacífico lleve por nombre Valdeguerra. 

Ángela me espera en Aranjuez. Emprendo el regreso llevándome conmigo algo parecido a un desasosiego.