viernes, 18 de noviembre de 2011

En la ciudad romana de Cáparra

Tras tres horas de coche desde Madrid, con parada incluida para tomar un café y unas migas, nos plantamos ante el cartelón que nos daba la bienvenida a la ciudad romana de Cáparra. El lugar está próximo a Guijo de Granadilla, en la provincia de Cáceres, a una veintena de kilómetros de Plasencia, y cuenta con un escueto, pero correcto, centro de interpretación, que nos permitió hacernos rápidamente una composición de lugar, en particular gracias a un buen vídeo de recreación de la ciudad.

Nos encontrábamos en las ruinas de lo que fue la ciudad romana de Cáparra, construida sobre un oppidum indígena anterior, vettón o lusitano (las fuentes clásicas mencionan, en los territorios de los pueblos respectivos, las poblaciones de Kaparra y Kapasa). El emplazamiento se sitúa en un suave promontorio sobre el río Ambroz, situado en un territorio fronterizo entre ambos pueblos. La ciudad cobró importancia por su posición estratégica en el itinerario de la Vía de la Plata, por la que, en época romana, circulaba un intenso flujo de mercancías y viajeros entre Emerita (Mérida) y Asturica (Astorga), y alcanzó su mayor esplendor a finales del s. I d. C., tras recibir en 74 d. C. la condición de municipio por Vespasiano.

Fue entonces cuando conoció el desarrollo monumental cuyas huellas pudimos ver de la mano de Susana, la guía del yacimiento. Llaman la atención los cimientos de la puerta sureste de la ciudad, con sus bastiones defensivos, las termas, el trazado de calles y viviendas y, sobre todo, el incomparable arco tetrapilo, situado en la confluencia del Kardo maximo y del Decumano maximo, en pleno centro de la ciudad. Es único en su genero, y se basta y sobra para justificar la visita al lugar. Fue costeado por un tal Marco Fidius Macer, en honor a sus padres. Junto a él está el miliario que indica que nos encontramos a 110 millas romanas de Mérida.

Nos dice Susana que en 2010 se realizó la, hasta el momento, última campaña de excavaciones. Prefiero no pensar en cuándo se reanudarán, en este tiempo de recortes y primas de riesgo.

De regreso hacia la salida me detengo a disfrutar del paisaje excepcional: las colinas cubiertas de olivares, ondulándose hacia el pantano de Gabriel y Galán y, al fondo, en difuminadas masas de color cárdeno, la silueta de la Sierra de Francia. Nos proponemos regresar alguna vez en primavera, cuando los vecinos de la zona celebran aquí una floralia, una fiesta romana en toda regla. Nos vemos entonces, en las ruinas de Cáparra.



















martes, 1 de noviembre de 2011

La sabiduría del Emperador (El palacio-monasterio de Carlos V en Yuste)



Llegamos al monasterio de Yuste con la primera lluvia del otoño: un aguacero manso y espeso que caía sobre los robledales como si el propio cielo gris se estuviera licuando sin prisa sobre el mundo. Caminamos entre los plátanos y eucaliptos colosales sintiéndonos observados por la masa centenaria de su silencio, y entramos en la que fue la última morada del hombre más poderoso del mundo de su tiempo.



La visita tiene algo de sobrecogedora. Es difícil creer que la media docena de estancias, de una sobriedad rayana en la humildad, que constituyen el palacio, fueran el lugar donde Carlos V, Emperador del mundo cristiano, pasó los últimos veinte meses de su vida, utilizando los preceptos del De praeparatione ad mortem de Erasmo para aprestarse escrupulosamente para la muerte. Allí pasó los días ocupado en la lectura de textos sagrados y en la práctica de liturgias religiosas, con el único entretenimiento de los relojes y autómatas de su ingeniero Juanelo Turriano y las visitas de los suyos.



Me detengo en la llamada Sala del Emperador, donde Carlos hacía sus comidas y dejaba pasar las horas. Me asomo a la ventana y observo la superficie del estanque punteada de gotas de lluvia y, más allá, los montes cubiertos de bruma sucediéndose hacia el sur. Imagino las horas que él debió pasar en ese mismo punto, reflexionando sobre la asombrosa vida que había vivido, y preguntándose por la que le esperaba más allá.



El dormitorio está revestido de colgaduras de terciopelo negro, como testimonio de la viudedad de Carlos desde la muerte de Beatriz de Portugal en 1539. Un pasillo conduce hasta el altar mayor de la contigua iglesia jerónima; a través de él pudo Carlos seguir oyendo misa diariamente hasta el final.



En ese lugar, el 21 de septiembre de 1558, dos años después de abdicar en su hijo Felipe, Carlos murió en calma.



Volvemos hacia el coche pensando en lo extraordinario que debió ser aquel hombre para escoger este lugar y este austero modo de vida para encarar la muerte. Y para saber renunciar a tiempo a un poder sin precedente. Hay una honda enseñanza en todo ello, y el olor a musgo y a clorofila y a tierra húmeda después de tantos meses de sol y polvo hace que se nos deslice por dentro, hasta la caña de los huesos.