En un promontorio asomado al río Bou Regreg, a tiro de piedra de la muralla almohade que encierra la ciduad antigua de Rabat, se encuentra la necrópolis meriní de Chellah, construida en el siglo XIV sobre las ruinas de la antigua ciudad romana de Sala, habiendo sido ésta fundada a su vez sobre un anterior enclave fenicio-cartaginés, el primer asentamiento humano en la desembocadura del río.
Chellah está rodeada por un recinto amurallado a cuyo interior se accede por la gran puerta meriní de torreones octogonales. La necrópolis recibe al visitante con su esèsp jardín, denso de perfumes, en el que las ruinas romanas y meriníes se entremezclan con naturalidad, como si los más de mil años que los separan hubieran quedado convertidos, por efecto del abandono de los hombres, en una anécdota sin importancia. De la ciudad romana quedan restos del foro y la curia, de un arco del triunfo y un ninfeo; de la necrópolis una sala de abluciones, una madrasa, varias salas funerarias y templetes de santones, y las ruinas de la mezquita, dominadas por un espectacular minarete rematado con azulejos de colores.
El minarete parece velar el sueño de los muertos, asisitido por una asombrosa colonia de cigüeñas cuyos nidos dominan todas las alturas. Su presencia acompaña en todo momento al visitante cuando recorre el lugar: le sobrevuelan despacio, y su crotoreo pone una extraña banda sonora de chasquidos y castañeteos que parecen recordar que la presencia del extraño es bienvenida sólo si no se prolonga.
Cuando salimos al exterior un vigilante cierra las puertas a neustras espaldas, y la necrópolis de Chellah se queda a solas con sus ruinas, sus muertos y sus cigüeñas, respirando el aroma de adelfas, pinas y eucaliptos. El crotoreo parece subir de intensidad, y su rumor nos persigue mientras nos alejamos, como si la soledad le diera rienda suelta a los recuerdos y secretos de la Chellah.