En su guía sobre el castro vettón de El Raso, próximo a la
localidad abulense de Candeleda, dice Fernando Fernández Gómez:
A mediados del s. III
a.C., las gentes que viven en el poblado de El Castañar, aquellas gentes de
origen céltico allí asentadas desde hacía un par de siglos, comienzan a ser
intranquilizadas por la llegada de los cartagineses, que han venido a la
Península a preparar la guerra contra los romanos, después de haber sido
vencidos por éstos por la posesión de Sicilia […]. Aníbal llega así hasta
Salamanca. En su camino se enfrenta a los indígenas que le ofrecen resistencia,
y destruye sus poblados. Entre ellos se halla, seguramente, el de El Raso, pues
las excavaciones nos lo presentan cubierto de una gruesa capa de cenizas
fechables en este siglo III […].
Los indígenas deciden
trasladar el emplazamiento del poblado. Piensan que no tendría sentido volverlo
a reconstruir en el mismo lugar, expuesto a los mismos peligros. Buscan por
ello un sitio mejor defendido. Y lo fijan en una colina inmediata, cercana a
sus campos y a sus muertos, y a cuyo pie discurre la Garganta Alardos, con
aguas permanentes. Fortifican el lugar con una gruesa muralla de unos 2
kilómetros de longitud, que refuerzan mediante torres en lugares estratégicos.
Por delante de ella cavan un ancho foso. Y en el punto más alto levantan un
potente bastión, que aún llaman el castillo […]. En el interior de este recinto
tan bien amurallado y protegido comienzan a levantar sus nuevas casas. Y en
hacerlo tardan muy poco tiempo, pues todas presentan unas características muy
homogéneas, y son muy similares los ajuares que encontramos en ellas.
Con una puesta en contexto como esa, el castro vettón de El Raso se convierte en una
parada obligada en mi periplo tras las huellas de Aníbal en la península Ibérica.
Habiendo hecho las visitas previas al santuario del dios Vaélico en Postoloboso
y al pequeño museo municipal de esta pedanía de Candeleda, una mañana de final de invierno tomo
una carreterita que serpentea por la ladera del monte entre jaras, robles y
piornos y me acerco a conocer el castro.
Al llegar me
encuentro en un lugar impresionante. La muralla rodea el torso de un otero
cubierto de vegetación como un tenue cinturón de granito. A su espalda Gredos
abre un inmenso anfiteatro de montañas de tonos verdes, grises y anaranjados.
Las cumbres hunden en las nubes neveros y paredones de piedra desnuda; es como
si allá arriba hubiera un planeta secreto e inalcanzable. Hacia el sur el mundo
entero parece haberse desplegado a los pies del castro: el valle del Tiétar es
una maravilla de prados, dehesas y roquedales; al fondo el pantano de Rosarito
extiende una lámina de espejo resplandeciente. Pasa un rebaño de cabras y los
cencerros levantan ecos metálicos que arrastra el viento.
El lugar ha sido
magníficamente acondicionado para que los visitantes lo conozcan y comprendan
la forma de vida de quienes un día lo habitaron; hay paneles informativos muy
acertados y se han reconstruido dos casas, con sus porches y sus tejados de
brezo a dos aguas, que producen una sólida impresión de veracidad. Se ha
restaurado el basamento de la muralla en una gran parte de su perímetro de casi
dos kilómetros, e impresiona el poderío de las grandes puertas, de los
bastiones y las torres. En su momento de esplendor hubo una docena de ellas
vigilando la aproximación desde el sur; del norte ya se ocupaban las alturas de
la sierra.
Y fue, en efecto,
del sur de donde llegó el enemigo.
Camino entre las
murallas y las casas de los vettones e intento imaginar el lugar cuando aquí
vivían millares de personas, hace 2.200 años. En un día claro de primavera tal
vez los más jóvenes pudieron distinguir en el filo del horizonte una estela de
polvo arrastrándose pesadamente por la llanura, y acaso en todas las conversaciones
del castro se especulara sobre las causas del suceso. Sólo más tarde habrían de
saber que aquella pluma caliginosa señalaba la llegada del ejército de Aníbal.
Y que la vida de todos ellos estaba a punto de cambiar para siempre.