lunes, 27 de febrero de 2017

LOS VETTONES DE "EL RASO" DE CANDELEDA (Tras las huellas de Aníbal VII)


En su guía sobre el castro vettón de El Raso, próximo a la localidad abulense de Candeleda, dice Fernando Fernández Gómez:

A mediados del s. III a.C., las gentes que viven en el poblado de El Castañar, aquellas gentes de origen céltico allí asentadas desde hacía un par de siglos, comienzan a ser intranquilizadas por la llegada de los cartagineses, que han venido a la Península a preparar la guerra contra los romanos, después de haber sido vencidos por éstos por la posesión de Sicilia […]. Aníbal llega así hasta Salamanca. En su camino se enfrenta a los indígenas que le ofrecen resistencia, y destruye sus poblados. Entre ellos se halla, seguramente, el de El Raso, pues las excavaciones nos lo presentan cubierto de una gruesa capa de cenizas fechables en este siglo III […].

Los indígenas deciden trasladar el emplazamiento del poblado. Piensan que no tendría sentido volverlo a reconstruir en el mismo lugar, expuesto a los mismos peligros. Buscan por ello un sitio mejor defendido. Y lo fijan en una colina inmediata, cercana a sus campos y a sus muertos, y a cuyo pie discurre la Garganta Alardos, con aguas permanentes. Fortifican el lugar con una gruesa muralla de unos 2 kilómetros de longitud, que refuerzan mediante torres en lugares estratégicos. Por delante de ella cavan un ancho foso. Y en el punto más alto levantan un potente bastión, que aún llaman el castillo […]. En el interior de este recinto tan bien amurallado y protegido comienzan a levantar sus nuevas casas. Y en hacerlo tardan muy poco tiempo, pues todas presentan unas características muy homogéneas, y son muy similares los ajuares que encontramos en ellas.

Con una puesta en contexto como esa, el castro vettón de El Raso se convierte en una parada obligada en mi periplo tras las huellas de Aníbal en la península Ibérica. Habiendo hecho las visitas previas al santuario del dios Vaélico en Postoloboso y al pequeño museo municipal de esta pedanía de Candeleda, una mañana de final de invierno tomo una carreterita que serpentea por la ladera del monte entre jaras, robles y piornos y me acerco a conocer el castro.

Al llegar me encuentro en un lugar impresionante. La muralla rodea el torso de un otero cubierto de vegetación como un tenue cinturón de granito. A su espalda Gredos abre un inmenso anfiteatro de montañas de tonos verdes, grises y anaranjados. Las cumbres hunden en las nubes neveros y paredones de piedra desnuda; es como si allá arriba hubiera un planeta secreto e inalcanzable. Hacia el sur el mundo entero parece haberse desplegado a los pies del castro: el valle del Tiétar es una maravilla de prados, dehesas y roquedales; al fondo el pantano de Rosarito extiende una lámina de espejo resplandeciente. Pasa un rebaño de cabras y los cencerros levantan ecos metálicos que arrastra el viento.

El lugar ha sido magníficamente acondicionado para que los visitantes lo conozcan y comprendan la forma de vida de quienes un día lo habitaron; hay paneles informativos muy acertados y se han reconstruido dos casas, con sus porches y sus tejados de brezo a dos aguas, que producen una sólida impresión de veracidad. Se ha restaurado el basamento de la muralla en una gran parte de su perímetro de casi dos kilómetros, e impresiona el poderío de las grandes puertas, de los bastiones y las torres. En su momento de esplendor hubo una docena de ellas vigilando la aproximación desde el sur; del norte ya se ocupaban las alturas de la sierra.

Y fue, en efecto, del sur de donde llegó el enemigo.

Camino entre las murallas y las casas de los vettones e intento imaginar el lugar cuando aquí vivían millares de personas, hace 2.200 años. En un día claro de primavera tal vez los más jóvenes pudieron distinguir en el filo del horizonte una estela de polvo arrastrándose pesadamente por la llanura, y acaso en todas las conversaciones del castro se especulara sobre las causas del suceso. Sólo más tarde habrían de saber que aquella pluma caliginosa señalaba la llegada del ejército de Aníbal. Y que la vida de todos ellos estaba a punto de cambiar para siempre.















jueves, 23 de febrero de 2017

EL MUNDO LOW-COST Y LAS TERMAS DE DIOCLECIANO


Roma es un palimpsesto en que todo se superpone a lo anterior, todo se lee sobre, junto con y tomando como base lo anterior. Tras una entrada tan modesta, tan disimulada, uno no puede imaginar la grandiosidad y el esplendor que va a encontrar en el interior de la basílica de Santa María degli Angeli e degli Martiri, incrustada por Miguel Ángel en las termas de Diocleciano para conmemorar a los esclavos y cristianos que murieron en su construcción. En realidad lo que expresa este lugar en que se dan cita el genio del prodigioso arquitecto anónimo romano y el de Miguel Ángel es que en la Historia del hombre nada es nuevo y nada se pierde para siempre.

Pero de pie en el interior de la basílica, en lo que un día fue el caldarium de las termas, viendo estas alturas y perspectivas, esta grandeza no de la técnica arquitectónica sino del espíritu humano, uno se pregunta si en este mundo low-cost que estamos construyendo habrá algo que realmente merezca la pena conservar para el futuro.




lunes, 20 de febrero de 2017

EL TALENTO Y LA MIRADA (En el Palazzo Nuovo de los Museos Capitolinos)


Paseamos por las galerías de estatuaria romana del Palazzo Nuovo, admiro la Venus capitolina con su pudor fingido, observo los rostros que me observan a mí desde los bustos de mármol. Los hay tan variados como variadas son las personas. Veo semblantes enigmáticos, severos, pícaros, solemnes, traviesos, sonrientes, hastiados, insinuantes; hay uno incluso que levanta el dedo con aire admonitorio y parece a punto de decir algo. Parecen tan reales como nosotros mismos. O incluso más reales todavía, como si hiciera falta la permanencia de la piedra para hacer sentir la gravedad de un ser humano.

Pero entonces aparecen en las esquinas de las galerías jóvenes pintadas de blanco que sostienen madejas de hilo con actitud entre hierática y divertida. Otras adoptan poses escultóricas y se ofrecen a los lápices y pinceles de los estudiantes de arte. Alguien lee un dulce texto en italiano. El museo se ha convertido de pronto en un lugar en el que el ser humano nada tiene que ver ya con el mármol. Se trata del talento y la mirada.












lunes, 13 de febrero de 2017

La catapulta de Amílcar (Galería de ilustraciones TRILOGÍA DE ANÍBAL V)


Sin pretender confundir la literatura de ficción con el ensayo histórico, la Trilogía de Aníbal intenta presentar con rigor los elementos de cultura material y técnica militar propios del área mediterránea y, en particular, de la península ibérica en el s. III a. C. 

La ilustración de Sandra Delgado que presentamos hoy es un ejemplo de ello. Representa una de las grandes catapultas conocidas en la época helenística, el llamado petrobolon, atribuido a Caronte de Magnesia. En El heredero de Tartessos, el ingeniero de Amílcar, Bitón de Siracusa, construye una versión de la legendaria máquina:

Bitón señaló a la máquina más próxima al lugar donde se encontraban. Se trataba de un artefacto de gran tamaño. La base, formada por troncos de pino sin desbastar, estaba soportada por cuatro ejes ensartados en ruedas con las rodaduras forradas de láminas metálicas. Un entramado de madera servía de pivote a un largo fuste de cuyo extremo colgaba un bolsón de piel que alojaba una piedra redondeada de un codo de diámetro. El fuste se mantenía en posición horizontal amarrado al bastidor inferior mediante una soga cuya vibrante tensión evidenciaba la fuerza ejercida por el contrapeso del extremo opuesto, un cajón relleno de piedras.
          - Se trata de una versión mejorada del diseño original de Caronte de Magnesia: hemos adaptado los sistemas de tracción y de recarga para que pueda ser accionado por un elefante. De ese modo se ahorra tiempo y se líberan hombres valiosos para portar armas. El principio de funcionamiento es muy sencillo: cuando la soga se libera, el contrapeso cae bruscamente lanzando la piedra del bolsón a una distancia de trescientos cincuenta pasos. Se puede utilizar sin peligro, fuera del alcance de las flechas y los proyectiles de los íberos. Contando con tiempo suficiente, hará trizas el segmento de muralla que convenga.
          Amílcar asintió con la cabeza y caminó en derredor del artefacto, observando minuciosamente el ingenioso despliegue de ruedas, tornos y poleas, golpeando incluso con los nudillos aquí y allá para comprobar la solidez de los amarres y las piezas. Un brillo de admiración comenzó a asomar a sus ojillos entrecerrados a medida que se le hacía evidente la robusta simplicidad de las soluciones técnicas pergeñadas por el siracusano. Finalmente se reunió de nuevo con el grupo evidenciando su satisfacción.

Poco después el petrobolon se pone en movimiento:

Bitón alzó un brazo y lo agitó de un lado a otro. En el linde de la campa el mahout, un hombrecillo achaparrado y de piel muy oscura sentado en la cerviz de un elefante, golpeó el lomo de éste con una vara rematada por un aguijón de hierro y el animal puso en movimiento su inmensa mole. Al acercarse, todos pudieron sentir en las plantas de los pies cómo el suelo se agitaba con trémulas vibraciones bajo el impacto de las patas del coloso, cilíndricas y rugosas como troncos de almez.
          Con el estímulo de la atenta mirada de Amílcar, un grupo de operarios amarró en un abrir y cerrar de ojos el bastidor del petrobolon al arnés de cuero que ceñía el torso del elefante. El mahout se inclinó hacia la oreja derecha de éste hablando en una lengua desconocida, hecha de sonidos que a Aníbal le sugirieron imágenes de remotos desiertos batidos por el viento, y castigó de nuevo la piel coriácea con el aguijón. El animal lanzó un estremecedor barrito, más de ira que de dolor, y, lanzando todo su peso con furia hacia delante, comenzó a arrastrar la catapulta en dirección a Hélike, siguiendo la pista principal que atravesaba el campamento.

Si quieres más información sobre las dos primeras novelas de la Trilogía de Aníbal:

El heredero de Tartessos

El cáliz de Melqart




jueves, 2 de febrero de 2017

LA GRAN BELLEZA (El Marforio en los Museos Capitolinos)


Uno se da de bruces con la Gran Belleza en esta plazuela del Palazzo Nuovo capitolino. Desde su trono de agua y mármol, con el cuerpo tendido, sereno e imperturbable, inmune al paso del tiempo, nos contempla socarrón el gran Marforio. Hay que escuchar el rumor del agua. Nos asombra no encontrar a nadie en un lugar tan maravilloso, como si fuera el dios quien nos ha brindado esa gracia.

Prestamos atención, en efecto, al rumor del agua. Al hacerlo se siente una mezcla de emoción y vulnerabilidad, de sentirse grande e insignificante al mismo tiempo, de asomarse a un misterio.

Es algo que estremece.

Es el arte.