Paseamos por las galerías de estatuaria romana del
Palazzo Nuovo, admiro la Venus capitolina con su pudor fingido, observo los
rostros que me observan a mí desde los bustos de mármol. Los hay tan variados
como variadas son las personas. Veo semblantes enigmáticos, severos, pícaros,
solemnes, traviesos, sonrientes, hastiados, insinuantes; hay uno incluso que
levanta el dedo con aire admonitorio y parece a punto de decir algo. Parecen
tan reales como nosotros mismos. O incluso más reales todavía, como si hiciera
falta la permanencia de la piedra para hacer sentir la gravedad de un ser
humano.
Pero entonces aparecen en las esquinas de las galerías
jóvenes pintadas de blanco que sostienen madejas de hilo con actitud entre
hierática y divertida. Otras adoptan poses escultóricas y se ofrecen a los
lápices y pinceles de los estudiantes de arte. Alguien lee un dulce texto en
italiano. El museo se ha convertido de pronto en un lugar en el que el ser
humano nada tiene que ver ya con el mármol. Se trata del talento y la mirada.
Bonita reseña y si me permites te diré que flaco favor hacen todas esas mujeres ocupando un espacio necesario para observar y disfrutar de unas salas ya de por sí colmadas de belleza e historia. No me gusta ese tipo de espectáculo artístico... por llamarlo de alguna manera... Resulta contaminante, opino.
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