Sin pretender confundir la literatura de ficción con el ensayo histórico, la Trilogía de Aníbal intenta presentar con rigor los elementos de cultura material y técnica militar propios del área mediterránea y, en particular, de la península ibérica en el s. III a. C.
La ilustración de Sandra Delgado que presentamos hoy es un ejemplo de ello. Representa una de las grandes catapultas conocidas en la época helenística, el llamado petrobolon, atribuido a Caronte de Magnesia. En El heredero de Tartessos, el ingeniero de Amílcar, Bitón de Siracusa, construye una versión de la legendaria máquina:
Bitón señaló a la máquina más
próxima al lugar donde se encontraban. Se trataba de un artefacto de gran
tamaño. La base, formada por troncos de pino sin desbastar, estaba soportada
por cuatro ejes ensartados en ruedas con las rodaduras forradas de láminas
metálicas. Un entramado de madera servía de pivote a un largo fuste de cuyo
extremo colgaba un bolsón de piel que alojaba una piedra redondeada de un codo
de diámetro. El fuste se mantenía en posición horizontal amarrado al bastidor
inferior mediante una soga cuya vibrante tensión evidenciaba la fuerza ejercida
por el contrapeso del extremo opuesto, un cajón relleno de piedras.
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Se trata de una versión mejorada del diseño original de Caronte de Magnesia:
hemos adaptado los sistemas de tracción y de recarga para que pueda ser
accionado por un elefante. De ese modo se ahorra tiempo y se líberan hombres
valiosos para portar armas. El principio de funcionamiento es muy sencillo:
cuando la soga se libera, el contrapeso cae bruscamente lanzando la piedra del
bolsón a una distancia de trescientos cincuenta pasos. Se puede utilizar sin
peligro, fuera del alcance de las flechas y los proyectiles de los íberos.
Contando con tiempo suficiente, hará trizas el segmento de muralla que
convenga.
Amílcar
asintió con la cabeza y caminó en derredor del artefacto, observando
minuciosamente el ingenioso despliegue de ruedas, tornos y poleas, golpeando
incluso con los nudillos aquí y allá para comprobar la solidez de los amarres y
las piezas. Un brillo de admiración comenzó a asomar a sus ojillos
entrecerrados a medida que se le hacía evidente la robusta simplicidad de las
soluciones técnicas pergeñadas por el siracusano. Finalmente se reunió de nuevo
con el grupo evidenciando su satisfacción.
Poco después el petrobolon se pone en movimiento:
Bitón alzó un brazo y lo agitó de un
lado a otro. En el linde de la campa el mahout, un hombrecillo
achaparrado y de piel muy oscura sentado en la cerviz de un elefante, golpeó el
lomo de éste con una vara rematada por un aguijón de hierro y el animal puso en
movimiento su inmensa mole. Al acercarse, todos pudieron sentir en las plantas
de los pies cómo el suelo se agitaba con trémulas vibraciones bajo el impacto
de las patas del coloso, cilíndricas y rugosas como troncos de almez.
Con
el estímulo de la atenta mirada de Amílcar, un grupo de operarios amarró en un
abrir y cerrar de ojos el bastidor del petrobolon al arnés de cuero que
ceñía el torso del elefante. El mahout se inclinó hacia la oreja derecha
de éste hablando en una lengua desconocida, hecha de sonidos que a Aníbal le
sugirieron imágenes de remotos desiertos batidos por el viento, y castigó de
nuevo la piel coriácea con el aguijón. El animal lanzó un estremecedor barrito,
más de ira que de dolor, y, lanzando todo su peso con furia hacia delante,
comenzó a arrastrar la catapulta en dirección a Hélike, siguiendo la pista
principal que atravesaba el campamento.
Si quieres más información sobre las dos primeras novelas de la Trilogía de Aníbal:
El heredero de Tartessos
El cáliz de Melqart
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