Si quieres conocer los libros de la Trilogía de Aníbal:
Y no olvidéis que las ilustraciones de Sandra pueden obtenerse en impresiones artísticas de gran calidad en:
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Esta caminata tras las huellas de Aníbal hubiera quedado incompleta si no
hubiera hecho alguna escala en el solar carpetano. Limitándose el abanico de
opciones a los lugares arqueológicos situados en la Comunidad de Madrid, por
encontrarnos en aquellos días (puente de la Constitución de 2020) confinados
perimetralmente en territorio madrileño por la COVID-19, la elección fue clara:
el oppidum de El Llano de la Horca, situado en un cerrillo dominando el
valle excavado por el río Anchuelo, junto al pueblo de Santorcaz.
El yacimiento fue adquirido en
2000 por el Museo Arqueológico Regional de la Comunidad de Madrid y acogió
excavaciones durante la década siguiente. Los hallazgos de las campañas se
mostraron en una sobresaliente exposición en el museo en 2012. El catálogo de
la exposición[1]
es una maravilla con profusión de ilustraciones (a cargo de Arturo Asensio) y
fotografías de piezas y paisajes que recrean la vida de «los últimos carpetanos».
Se llega al lugar por un
camino que parte de las piscinas municipales de Santorcaz y se adentra en el
cerro abriendo senda en una pradera de hierba alta, quemada por el invierno, que
se agita al compás del viento helado. Las estructuras del yacimiento
consolidadas por los arqueólogos se ofrecen pronto a la vista: son unas pocas
manzanas de zócalos de piedra que trazan calles y casas de planta rectangular
con una disposición de estancias, hogares y porches porticados que bien podrían
ser celtíberas o vettonas. Leemos[2] que en el oppidum
anónimo se desarrollaron actividades cerámicas y metalúrgicas, y que debió de
disfrutar de gran tamaño y considerables lazos comerciales, porque en él han
aparecido un centenar de fíbulas y monedas de plata de cecas romanas e ibéricas
como Bolskan, Arecorata y Sekorobices.
En conjunto, El Llano de la
Horca nos evoca más a un poblado celtíbero desprovisto de murallas que al
villorrio «indigente» de una tribu primitiva dejada de la mano de Dios. Y será
por un residuo de prurito madrileño, pero echando la vista a la ancha extensión
del cerro aún sin excavar, no puedo dejar de confiar en que la arqueología nos
depare en los próximos años buenas nuevas de los carpetanos.
Tomamos la senda de regreso y en el último horizonte, difuminándose en la bruma de diciembre, vemos las altas torres del final del paseo de la Castellana alzadas como tótems geológicos, poniendo punto final a la visita con un trazo de incongruencia.