Como por obra
de un dios benévolo el viento se apaciguó al amanecer. Fue de un instante para otro:
el más violento de los gemidos se desgarró en un estertor exhausto y tras él se
instaló en la alborada una calma provisional e inexperta, un silencio a punto
de quebrarse.
Adara salió al
patio con un tazón de leche caliente entre las manos. Se sentó en el banco
adosado a la pared y dejó que el aterido contacto de la caliza y la arcilla la
fuera despertando al nuevo día. Miró a su alrededor: los establos, algunos
trapos tendidos esperando un rayo de sol, el eco inmóvil de los cubos de latón,
el montón de paja y estiércol. Argonio solía decir que a medida que envejecía
esta nueva Hélike parecía cada vez más un pálido trasunto de la anterior. Pero
para ella era la suya, no recordaba ninguna otra, era aquí donde había
transcurrido la vida que la había convertido en la mujer que era y donde
sucedería todo lo que aún le estuviera reservado por la madre Epona.
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El cáliz de Melqart (Premio Hislibris Mejor Novela Histórica Española 2014)
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