Una de las alegrías que nos proporciona ser miembros, desde
hace muchos años, de la Fundación Amigos del Museo del Prado, es que de tanto
en cuanto nos sentimos parte de la donación de una obra a los fondos del museo.
Y más aún en esta ocasión, porque la obra donada es ni más ni menos que «Aníbal
vencedor que por primera vez mira Italia desde los Alpes», de la etapa romana de
Francisco de Goya. El pintor presentó la obra al concurso de la Accademia de
Belle Arti de Parma en 1771 y hasta 1993 estuvo en paradero desconocido, dando
lugar en el mundo del arte a una cierta leyenda sobre «el cuadro perdido de Aníbal». En
diciembre de 2020 la obra fue adquirida por la Fundación y donada al museo.
He disfrutado mucho yendo a ver el cuadro a la sala del museo dedicada a las donaciones de la Fundación de Amigos, la sala 9, resultado de «40 años de amistad», como indica un gran cartel. La pintura muestra a un poderoso Aníbal en primer plano que observa el paisaje de Italia, hacia dónde empieza descender su caballería, señalado por un genio alado. Lo acompaña un jinete abanderado; desde el cielo desciende en su carro la Victoria. A los pies de Aníbal está el río Po, representado por un minotauro.
Más allá del extraordinario valor artístico del cuadro, me fascina escrutar a ese Aníbal concebido por el gran Goya. Toca con la mano la visera del yelmo y tiene los ojos muy abiertos, con un brillo anhelante, atónito y alucinado en ellos. En su figura se reúne una elegante apostura clásica con una actitud enérgica y curiosa al mismo tiempo. Es un hombre situado en el centro de un escenario intemporal, mitológico. Es un hombre acaso tan eterno como los propios dioses. Un hombre llevado en las alas de su destino.
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