martes, 22 de octubre de 2024

LOS ILERGETES DE ELS VILARS D'ARBECA

 


El más espectacular de los yacimientos arqueológicos ilergetes es Els Vilars d’Arbeca, en la provincia de Lérida, situado a cuatro kilómetros de la villa que da nombre a las célebres olivas arbequinas. Tuvimos ocasión de visitarlo el pasado mes de agosto. Habíamos reservado en la página web del Ayuntamiento de Arbeca una visita guiada y a las diez en punto de la mañana nos reunimos en el pequeño centro de recepción de visitantes con María José, nuestra guía, miembro de la Associació d’Amics de Vilars. Quede declarado de entrada nuestro agradecimiento a María José y a su asociación, un ejemplo más de cómo el esfuerzo de poner en valor el patrimonio arqueológico corre a menuda de cuenta no de grandes instituciones nacionales o autonómicas, sino de pequeños ayuntamientos e iniciativas cívicas de personas enamoradas de su tierra y del patrimonio de todos.

María José hizo uso de los paneles informativos situados a la entrada del yacimiento para ponernos en contexto. Els Vilars fue fundado en la primera Edad del Hierro, a finales del siglo VIII a. e. c., en una llanura de la comarca de Les Garrigues. Desde el inicio mostró los rasgos característicos de la que sería su estructura a lo largo de los siglos: una muralla de siete u ocho metros de altura y seis de anchura reforzada en su perímetro por una docena de torres de piedra que le daban al conjunto la impronta de una fortaleza inexpugnable. En el interior, con sus paredes traseras constituidas por la propia muralla, y muros medianeros de separación, las aproximadamente cuarenta viviendas del poblado formaban un anillo concéntrico muy compacto que dejaba en su interior un segundo anillo, más pequeño, de hornos y talleres, y en el centro, un ancho pozo forrado de piedra con un espacio abierto junto a él.

—En realidad—explica María José—los pobladores estuvieron siempre en obras, arreglando y construyendo, durante los 450 años que estuvo habitado Els Vilars. Digamos que siempre tenían a los albañiles en casa. Los arqueólogos identifican cinco niveles en los que fueron abriéndose o cerrándose puertas en la muralla o haciéndose cambios en los sistemas defensivos, pero el lugar mantuvo su carácter de fortaleza construida para defender el territorio y el agua.

Echamos a andar rodeando la espectacular estructura y nuestra guía nos va señalando sus rasgos más destacados.

—¿Veis esa banda de piedras hincadas a los pies de la muralla? Se llama «campo frisón» y servía para dificultar la aproximación a los atacantes. Cuando se fundó el poblado era mucho más ancho, pero cien años más tarde se sustituyó casi todo por un foso inundable. No es que lo inundaran ellos, es que les llegó la primera DANA en condiciones, como se diría hoy. Nosotros le llamamos «rubinada» en catalán. Mi abuelo tenía un campo por estas tierras y decía que aquí, cada cien años, todo lo inunda la rubinada.

María José se explaya en las estructuras hidráulicas del poblado—se ve que aquí la gestión del agua es cosa seria—hasta que llegamos a la puerta Este, por la que entramos al interior del recinto. En esta zona la escasez de espacio hizo que llegaran a construirse casas de dos pisos, y un pequeño mirador ofrece hoy una vista panorámica de todo el yacimiento. Es impresionante. He visto pocos asentamientos ibéricos tan perfectamente conservados como este. Lo comento con nuestra guía.

—Está así de bien porque se abandonó progresivamente de forma voluntaria, no sabemos por qué. Los romanos se lo encontraron ya en ruinas y lo utilizaron como cantera de piedra para sus villas, hasta que acabó desapareciendo por completo. Pasaron muchos siglos hasta que, en los años setenta, se metió maquinaria para rebajar el terreno y empezaron a aparecer piedras y restos de cerámica. Uno de los chavales del pueblo, que hizo estudios de arqueología, le llevó a su profesor en Tarragona algunas piezas en una caja de zapatos.  

El profesor era Emili Junyent, catedrático de Prehistoria de la Universitat de Lleida, quien inmediatamente se dio cuenta del valor del hallazgo. En 1985 comenzaron las excavaciones que habrían de terminar sacando la totalidad del poblado-fortaleza a la luz.

Visitamos después algunas de las construcciones más interesantes del interior, siguiendo una ruta perfectamente señalizada con carteles. Vemos la casa bajo cuyo suelo aparecieron enterrados tres bebés nonatos perfectamente alineados. También la que llaman la Casa del Jefe, que contaba con dos fetos de caballo en su subsuelo, y un santuario con un hogar-altar con forma de piel de bóvido, bajo cuyo pavimento se hallaron catorce de esos fetos. Todo hace pensar que fue precisamente la cría de caballos lo que hizo del clan que habitó Els Vilars una comunidad especialmente prestigiosa y poderosa. Lo más impactante es el pozo, en el centro del poblado, que recuerda a los de las motillas manchegas.  Permitía acceder a la corriente de un arroyo subterráneo que atravesaba el asentamiento de lado a lado. Antes del abandono de Els Vilars fue quedando en desuso, rellenándose de materiales de desecho que han aportado una valiosa información arqueológica. Más allá se ve el trazado de una alcantarilla recorriendo las calles empedradas.

Le preguntamos a María José por el número de habitantes que debió tener el poblado y nos responde que unos ciento ochenta. «Aunque posiblemente hubiera más que vivieran en el exterior, en granjas o pequeñas cabañas parecidas a las que existen aún hoy en día. También el ganado debía guardarse en el exterior, y todos se refugiaban aquí dentro en caso de ataque».

Acabando de circunvalar la fortaleza por el exterior vemos algunas de las estructuras defensivas más sofisticadas e imponentes, como la gran rampa fortificada de acceso a la puerta Norte, que estuvo en servicio durante el último siglo y medio de existencia del poblado, de 450 a 300 a. e. c., y la propia puerta, con un pasadizo encajonado entre dos torreones defensivos que le ponían ciertamente muy difícil la entrada a cualquier atacante. De hecho, los testimonios arqueológicos hacen pensar que, en sus casi cinco siglos de historia, la fortaleza de Els Vilars, habitada de forma continuada por veinte generaciones de ilergetes y de sus antepasados, no fue nunca tomada por las armas. Su final llegó por otras causas, como ya nos dijo María José, no bien conocidas. Porque cambió el clima, o hubo sequía o inundaciones, o cambiaron las relaciones comerciales. O, sencillamente, porque pasó su hora.

Camino de la salida felicitamos a María José por la labor del Ayuntamiento y de la asociación. Le preguntamos si la gente joven del pueblo es consciente del valor de lo que tienen. Ella hace un gesto de escepticismo y mueve la cabeza con cierta pesadumbre. «A los jóvenes les interesan otras cosas. De Els Vilars nos ocupamos la gente mayor. Pero no dejen de volver, que organizamos actividades muy bonitas, como una noche de jazz hasta con fuegos artificiales. Si les ha gustado la fortaleza durante el día, esperen a verla de noche, toda iluminada. Es una maravilla». 

Nos marchamos prometiéndonos hacerlo: volver a Els Vilars en una de esas noches de concierto. Debe haber pocos lugares tan mágicos para ello como este. El hogar de veinte generaciones de ilergetes que aún guarda grandes secretos, como la necrópolis, que sigue sin ser descubierta. Es lo cautivador de la arqueología: los grandes hallazgos son solo el comienzo. Siempre quedan otros inimaginados por descubrir.















































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