Ercávica,
la ciudad de Tersinnos, señor de los ólcades, escenario de una de las grandes
encrucijadas de La cólera de Aníbal. Tenía pendiente ir a visitarla y
fue como encontrarme con una vieja amiga. “La ciudad, como el extenso
otero sobre el que se asentaba, tenía la forma de una letra qoph
invertida, con una meseta de forma irregular en primer término prolongada en un
angosto promontorio que parecía empujar hacia el norte el curso del río,
obligándolo a trazar un amplio meandro encajonado entre montes grises punteados
de enebros, sabinas y encinas”. Tal cual.
Tito
Livio dijo de ella que era una “potens et nobilis” civitas en el momento de su
conquista por Tiberio Sempronio Graco, en 179 a.n.e. Después, ya en época
romana, lo sería mucho más, porque junto a Segóbriga y Valeria formó el
triángulo conquense que proveyó de lapis specularis –yeso traslúcido,
espejuelo- a buena parte del mundo romano de la época, que lo utilizaba en
ventanas y vidrieras. En recuerdo de aquella próspera industria, que llegó a
contar con 22 complejos mineros y centenares de explotaciones, se ha creado la
ruta del Cristal de Hispania, un sendero de largo recorrido de 163 kilómetros
que partiendo de Ercávica llega hasta el confín meridional de La Mancha en San
Clemente. Magnífica iniciativa.
Por el
contrario, el yacimiento arqueológico de la ciudad está más bien dejado de la
mano de Dios, con los paneles informativos ilegibles y los espacios excavados
tapados a medias con plásticos viejos. Sin embargo, la visita no decepciona
porque los vestigios del foro, la muralla o la ínsula de las cisternas revelan
que en este solitario promontorio sobre el Cigüela hubo hace dos milenios una
ciudad formidable. Porque las vistas sobre el pantano de Buendía y la Alcarria
conquense son espectaculares. Y porque hay rincones tan amables como este de la
Casa del Médico –en ella se encontró material quirúrgico y un anillo con el
emblema de la profesión- en que ahora escribo a la sombra de los cipreses. Esta
prematura primavera de marzo ha puesto en el aire una dulzura que casi se puede
tocar. Sonrío pensando que de estos parajes salieron a la luz, nunca mejor
dicho, las ventanas de Roma.
Si
cierro los ojos parece que en el mundo solo existen pájaros.
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