En
Jaén es obligado visitar los dos museos, el Provincial y el nuevo Museo Íbero,
para hacerse una idea cabal del espectacular patrimonio íbero de la provincia.
Comienzo
por el Museo Provincial de Jaén, y compruebo que el paso de los
años no ha hecho sino acentuar la impresión de vetustez que me formé en mi primera visita, allá por 2003. Con todo, vuelvo
a entrar en la reproducción de la cámara funeraria de Peal de Toya y me parece
haber aterrizado en la escena de El
heredero de Tartessos que tan sensiblemente supo plasmar Sandra, aquella en
que Orissón lee la lámina de plomo ante Anglea, Gerión y los demás.
Situado
en la misma calle, el nuevo Museo Íbero de Jaén es un cascarón casi vacío. Han
reconstruido por todo lo alto la antigua cárcel para descubrir que no les quedaba
presupuesto para traer las colecciones del Provincial. Aún están pendientes de
traslado muchas de ellas, incluyendo algunas tan imponentes como los tesoros de
Chiclana de Segura y el de la Alameda. Suele ocurrir así en nuestro país: el
músculo de nuestras administraciones encuentra mejor expresión en los
continentes que en los contenidos, sobre todo cuando los continentes tienen
abundancia de hormigón y están firmados por arquitectos cool. Pero que no se entienda esto como una crítica: el proyecto de
un museo de primer nivel dedicado a la cultura íbera es tan extraordinario que
bien merece alguna concesión al espíritu edilicio de nuestros gobernantes
culturales. Démosle tiempo al tiempo. Es lo único que tiene.
Además,
puede que el museo sea mucho ruido y pocas nueces… ¡pero qué nueces! La
exposición “Dama, príncipe, héroe, diosa” tiene piezas descomunales. El
conjunto escultórico del heroon de
Cerrillo Blanco, en Porcuna, quita el aliento, con ese héroe de mirada
enigmática y rasgos orientales. Asombra el ajuar funerario del túmulo de
Iltirtiirtir en Arjona (recomiendo repetir el nombre en voz alta, tiene una
musicalidad extraordinaria: Iltirtiiltir).
Nada
me impresiona tanto como el betilo de la diosa del Sol hallado en Puente de
Tablas. En su vitrina de luces y sombras, ejerce
sobre mí una fascinación difícil de explicar. La observo largamente, me marcho
y regreso de nuevo. Mantengo con ella una conversación inconfesable. Es como si
en su presencia hubiera algún misterio a punto de revelarse, o alguna secreta
fuente de certidumbre. No es extraño: al fin y al cabo, ella vio nacer el sol
en los equinoccios durante generaciones. Ella vio, y recibió, el sacrificio de
las cerdas preñadas, la sangre y el azufre. En la penumbra de la sala del museo
se abraza el vientre y parece no haber muerto del todo.
Decido
llamarla Betatun, considerada la primera divinidad ibérica identificada desde
el hallazgo de un altar con su nombre grabado en él en Fuente del Rey (Jaén) en
2001. Los arqueólogos que la descubrieron (Sebastián Corzo et al.) le otorgan un carácter terapeuta y oracular que me resulta
más que oportuno. Como ha ocurrido desde el principio de los tiempos, me basta
dar un nombre a un dios para que resulte menos inaccesible.
Aunque
me obligue a dar un rodeo, decido no regresar a Madrid sin pasar por Baeza; un
lugar tan hermoso es siempre una buena opción para hacer noche. Además, en una
de sus plazas, llamada del Pópulo, hay una fuente con una estatuilla de piedra
que proviene, al parecer, de las ruinas de Cástulo –a escasos veinte kilómetros
de distancia- y que popularmente se identifica con Imilce. Me parece una
cortesía elemental hacerle una visita.
Cuando
llego ha anochecido y la plaza está desierta entre sus edificios renacentistas.
La fuente ocupa su centro. Imilce está encaramada a una columna entre cuatro
leones que escupen agua a otros tantos vientos. Muestra una sonrisa de
aburrimiento amable, como si hubiera dejado de lamentar su destino hace mucho
tiempo, y aprendido a dejar pasar los siglos sin esfuerzo.
El
día siguiente amanece en Baeza con 3ºC, niebla cerrada y una niebla helada y
diagonal que habla de nieve en la sierra de Cazorla. Paro un momento para
despedirme, deprisa y corriendo, de Imilce. Tiene la misma sonrisa incierta de
ayer; la lluvia levanta ecos y reflejos de piedra a su alrededor.
Vuelvo
a la ruta y, por uno de esos azares generosos que tanto saboreo, la canción que
empieza a sonar es “Rhythm of the Rain”, de The
Cascades. Con ella de fondo paso por Ibros, donde me despido del íbero de
bronce que preside la rotonda, con la expresión triste e impasible de un
aceitunero, y me adentro después en las anchuras cubiertas de olivares del norte
de Jaén. La lluvia de estas semanas hace que, en las ondulaciones que me van
llevando a Despeñaperros, todo tenga un aspecto jugoso, ubérrimo; por todas
partes espejean charcas y arroyos. Pasando Santa Elena entro en Castilla; la
humedad del cielo se coagula en nubes grávidas que dejan aquí y allá plumas de
lluvia. Disfruto recapitulando los avatares del viaje. Apenas dos días de
viento, frío, lluvia y kilómetros, pero que me dejan un sabor delicioso en la
memoria. Lo más extraordinario, el santuario de Puente Tablas bajo el sol del
equinoccio a primera hora de la mañana y el encuentro con la diosa en el museo
de Jaén. Junto a los príncipes, las damas y los héroes, la diosa me deja una
turbación de largo recorrido. Aún me embarga, y se me confunde en el ánimo con
la que se asoma en la sonrisa de Imilce, en su plaza de Baeza.
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