Dice el tango que veinte años no son nada, pero hay episodios en la Historia que ponen esa pieza de sabiduría popular porteña en tela de juicio.
Valga como ejemplo la antigua Qart Hadasht, la Ciudad Nueva que fundó Asdrúbal Barca sobre el poblado íbero de Mastia en 229 a. C. Veinte años después, en 209 a. C., mientras Aníbal andaba enseñando humildad a los romanos por tierras italianas, un audaz ataque de Publio Cornelio Escipión acabó con la feroz resistencia comandada por Magón, y Qart Hadasht se convirtió en Carthago Nova, escapando ya para siempre al dominio de Cartago.
En aquellos breves veinte años, sin embargo, el anhelo de los Bárquidas creó una de las grandes urbes del Mediterráneo, con decenas de miles de habitantes y una impronta indeleble en los juegos de poder que configuraron el mundo antiguo.
Ya se acerca a la conclusión la segunda de mis novelas del tiempo de los Bárquidas en Ispania, y la Semana Santa fue la ocasión perfecta para acudir a la ciudad de las cinco colinas y refrescarnos el aspecto de su semblante. Pensando que Roma había sobreimpuesto su propio legado a todo lo anterior, me sorprendió encontrarme con el nuevo Centro de Interpretación de la Muralla Púnica, un ejemplo entre otros del espléndido esfuerzo por poner en valor su patrimonio arqueológico que está haciendo la ciudad de Cartagena.
Allí tomamos conciencia de la colosal estructura que levantaron en unos pocos años los cartagineses, uniendo las cinco colinas de la ciudad con una muralla helenística de diez metros de altura, con dos hiladas de sillares de arenisca con una vasta red de cuadras, almacenes, talleres, armerías y alojamientos para tropa en su interior. Paseando por el camino de ronda tratamos de imaginarnos el asalto de Escipión en 209 a. C., en la acción que supuso el principio del fin del sueño de los Bárquidas: proyectar hacia el poniente del Mediterráneo un imperio en la estela del de Alejandro Magno.
Más tarde subimos al cerro del Molinete, flamante parque arqueológico salpicado de piedras venerables y olivos, cipreses, espartos y lavandas. Allí estuvo hace dos mil doscientos años el palacio de Asdrúbal; desde allí vio Aníbal atardeceres como el de hoy, con los montes convertidos en recortables de color cádeno adheridos al horizonte, y el agua de la bahía vibrando inquieta y metálica a lo lejos. En efecto, veinte años acaso no sean nada y ahora pienso que veintidós siglos tal vez tampoco.
29 de marzo de 2013
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