El museo Vostell es un tributo a la audacia y la contradicción. Todo está preparado para que bajemos la guardia: pasada Malpartida de Cáceres, la carreterita se ondula entre dehesas abiertas de encinas, salpicadas de redondeados bloques graníticos y altos postes coronados por nidos de cigüeñas. Es el paraje natural de los Barruecos, una joya que resplandece al sol de enero.
Llegamos al antiguo lavadero de lana del siglo XVIII, primorosamente restaurado, junto a un gran estanque contenido por un muro de sillería. De pronto, en el interior de las naves que un día dieron cobijo a los esquiladores, el bucolismo agropecuario se desvanece ante la fuerza abrumadora de la obra de Wolf Vostell, uno de los fundadores del movimiento Fluxus, que en los años 60 y 70 del siglo pasado impulsó el happening y el vídeoarte en Europa. Vostell, casado con una extremeña, sintió que no había mejor lugar que éste para legarnos su obra.
El resultado no es fácil de explicar. Un Buick desmantelado alberga un piano bajo el capó; el teclado sustituye al salpicadero. En un víeo, mujeres encadenadas golpean el teclado con martillos, mientras suena un lamento vagamente lírico. En el fondo de la sala, tras una suerte de aula con radios y televisores cubiertos de excrementos sobre los pupitres, una veintena de motocicletas blancas forman el decorado que imaginó Dalí para una representación de Parsifal. Al aproximarnos, la música del final de la ópera inunda el aire. En el patio, un enorme obelisco, formado por el fuselaje de un avión Mig y dos automóviles, está cubierto de nidos de cigüeña, con sus ocupantes crotoneando en sus enigmáticas ceremonias de cortejo. Hay innumerables obras, de Vostell y otros muchos artistas, y el efecto es electrizante y transformador. Uno debe abstenerse de hacer juicios y dejar que lo que ve y escucha moldee alguna desconocida materia en su interior. Como dice la campaña publicitaria que Vostell mantuvo durante años en diversos periódicos, son las cosas que no conocéis las que cambiarán vuestra vida.
A sesenta kilómetros de allí, en Alcántara, el puente romano nos deja boquiabiertos. Todas las palabras parecen pálidas e insípidas para describir la impresión que produce contemplar su equilibrio perfecto, con sus seis arcos saltando de un lado a otro de los escarpes del tajo. El arco central tiene casi ochenta metros, lo que equivale a un edificio de veintisiete plantas. El arquitecto fue Cayo Julio Lacer y, además del puente, nos dejó un templo dedicado a Trajano, y una inscripción de mármol en el arco de triunfo central que nos revela su anhelo de haber alumbrado una obra destinada a durar por siempre en los siglos del mundo.
El tiempo, de momento, no ha desmentido a Lacer. No falta mucho para que el puente cumpla su segundo milenio; ha sobrevivido a guerras y terremotos, y sigue en uso, en perfecto estado de revista. No es sólo el producto de lso mejores ingenieros que en el mundo han sido, sino de una voluntad de permanencia que hoy nos resulta imposible de imaginar.
Fluxus y Wolf Vostell quisieron convertior lo efímero en categoría cultural. Trajano y Cayo Julio Lacer apostaron por dejar una obra sin fecha de caducidad. Me pregunto qué conecta a ambas visiones en nuestra experiencia.
Ambas tienen en común ser producto del talento humano. El genio de hombres y mujeres es algo tan diverso, tan inagotable y asombroso, que hace que hasta sus expresiones más opuestas sean congruentes.
El Fluxus de Vostell y el granito de Lacer son dos caras de la misma moneda. Y ambas están a nuestro alcance para disfrutarlas y dejar que cambien nuestras vidas.
Parador de Cáceres
3 de enero de 20123
Muy interesante como siempre! Gracias y un saludo
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