La parte final y culminante de mi visita a Pintia tuvo como escenario la
necrópolis de Las Ruedas, situada a corta distancia de la ciudad vaccea, separada de
ella por el arroyo Pajares. Su extremo más próximo a la muralla es conocido por
los lugareños como Los Cenizales, por ser aún bien notorios los efectos de
haber sido utilizados durante muchas generaciones como ustrinum o lugar
de cremación de los difuntos antes del traslado de los restos a las tumbas.
La magnitud arqueológica de Las Ruedas excede la imaginación. Se mantuvo en
uso desde el siglo V a. C. hasta el II a. C., más de quinientos años en los que
se estima que fueron enterradas más de cien mil personas, en una extensión de
unas seis hectáreas. Si se tiene en cuenta que en cada tumba—formada por un
hoyo en el suelo señalado con una lancha de piedra caliza en la superficie—se
depositó la urna cineraria, junto con elementos metálicos como armas o broches
en el caso de los guerreros, y vasijas conteniendo alimentos y bebidas, nos
damos cuenta del ingente patrimonio que atesora el paraje. Tristemente, una
gran parte de él se ha perdido para siempre. «Esto ha sido el paraíso de los
furtivos—se lamenta Carlos cuando iniciamos nuestro paseo por Las Ruedas—; en
el pueblo se cuenta que, en los años 60, venían unos holandeses en una
autocaravana y se pasaban el verano excavando y llevándose lo que les parecía,
a la vista de todos y con total impunidad. Y así durante décadas. En un solo
sábado de febrero de 1990 vinieron cuatro coches con detectores y nos hicieron
1012 hoyos».
Por ello, la historia del
proyecto Pintia no es solo una epopeya arqueológica, sino una hazaña de
protección integral. Año tras año, el equipo sigue adquiriendo fincas para el
uso público, denunciando los expolios y las destrucciones, desarrollando
actividades cívicas y educativas. El propósito es que Pintia sea un activo
único, apreciado y disfrutado por los vecinos y los visitantes, como valor añadido
a su trascendencia científica. Es con ese propósito que Carlos y sus
colaboradores han creado, como una extensión contemporánea del uso de la
necrópolis de Las Ruedas, el cementerio civil Sertorio y el cementerio para
mascotas Cierva Blanca[1].
Junto a las estelas vacceas es posible depositar en nuestros días una placa que
recuerde, como un cenotafio amparado por el uso funerario ancestral del lugar,
a nuestros seres queridos.
Con ayuda de la Diputación y
la Universidad de Valladolid, Las Ruedas se ha dotado de un pequeño graderío
para actos culturales, un mirador, paneles informativos y la gran escultura de
acero corten que sirve de emblema al yacimiento. Alude a las estelas discoides
que dieron nombre al lugar y que desaparecieron con el paso de los años. En su
lugar se ha utilizado una, seguramente similar, hallada en Clunia, ya en
territorio celtibérico.
El trabajo pendiente, tanto
de protección como de investigación, es ingente. Una buena parte de las seis
hectáreas que ocupa la necrópolis siguen teniendo uso agrícola. Fue
precisamente con la concentración parcelaria de 1984 cuando, en palabras de
Carlos, «se mete el arado en lo que hasta entonces era un perdido. Salen a la
superficie dos centenares de estelas y se tiran a una escombrera. Las
recuperamos en 2003 y las volvimos a poner aquí como pudimos. Hasta 2008
se han seguido sacando estelas con el arado. Nosotros, claro, hemos presentado
denuncias ante todas las instancias». Unas pocas cifras desgranadas por el
arqueólogo resumen el potencial, pero también el desafío, de la arqueología en
España. «Hay 23.000 yacimientos en Castilla y León. De ellos, solo 189 son BIC
arqueológico, de los que seis son ciudades vacceas. Y, entre ellas, Pintia es
un caso único. Asumo el drama de que, para conservar este patrimonio,
tenemos que apoyarnos en el turismo. Seamos turismo—concluye Carlos—, ¡pero turismo
del bueno!».
En este asombroso lugar, se
han excavado hasta ahora 3500 m² (¡de los 60.000 totales con que cuenta!), con
un total de 320 tumbas exhumadas; las primeras setenta de ellas dieron lugar a
la tesis doctoral del propio Carlos Sanz. De ahí la pasión con que nos
muestra algunas de las más destacadas, como las de tres vacceas—una de ellas
una niña de seis años—de la nobleza, con enormes ajuares, el mayor de ellos de
114 piezas. Tras la excavación se plantó un ciprés en el emplazamiento de cada
tumba, y desde entonces empezó a crecer el mágico bosquete que hoy acoge al
visitante. Al pie de cada árbol hay una placa con un poema. «Son de mi amigo el
poeta Aderito Pérez Calvo. Le regalé un ejemplar de mi tesis doctoral y
escribió setenta sonetos», explica Carlos con orgullo. No es para menos.
La última parada de la
visita nos lleva al mirador. Ante nosotros destaca un gran mosaico que
representa al animal en vista cenital que sirve de emblema identificatorio de
la cultura vaccea. En un extremo del mismo se alza un columbario rematado por
un tejadillo a dos aguas, hecho con tejas romanas. «No olvidemos que esto es
una necrópolis, y que de las tumbas se exhumaron restos humanos que merecen
todo nuestro respeto. Ese columbario representa nuestra voluntad de hacer de
este lugar un memorial de los muertos. En 2026 traeremos las cenizas que
hemos rescatado y nos gusta pensar que aquí podrán celebrarse actos de recuerdo
en la festividad cristiana de Todos los Santos y en el Samaín celta».
[1] De
nuevo aparece en esta historia nuestro viejo conocido, Quinto Sertorio. Dice la
leyenda, transmitida por Frontino, que Sertorio solía aparecer ante los
guerreros lusitanos acompañado por una cierva blanca, a la que se atribuía un
don profético.
[Este post es la continuación y conclusión de PINTIA: UNA CIUDAD VACCEA JUNTO AL DUERO, publicado en este mismo blog].
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