Mi excursión arqueológica de
este invierno a Albacete tuvo un estupendo corolario. La primera etapa fue el Cerro
de los Santos, en las proximidades de Montealegre del Castillo. En realidad, no
es que haya mucho que ver: el principal atractivo es el obelisco de piedra
construido en el lugar en 1929 por iniciativa de Zuazo y Palacios, según
informa un panel informativo. El yacimiento del que se extrajeron más de 400
piezas escultóricas, y en el que, hasta hace poco más de un siglo, se
identificaban los restos del antiguo santuario ibero, activo durante ocho
siglos, del siglo IV a. C. al IV d. C., no es hoy más que un montículo cubierto
de matorrales.
Sin embargo, a mí me gusta
ir para escuchar los ecos del pasado. Contemplo la carretera comarcal A18
serpenteando entre la niebla e imagino cuando por su trazado corría la vía Heraklea,
después llamada Augusta, una de las grandes autopistas de la Antigüedad. Junto
a ella se respira hoy un amortiguado silencio que da al instante una pátina de
irrealidad. Tan solo, de tarde en tarde, el lejano disparo de un cazador quiebra
la magia.
Después subí al poblado
ibérico de El Amarejo, encaramado a un cerro que domina una buena parte de la
campiña del levante albaceteño, después de subir una escarpadura que le hace a
uno preguntarse cómo fue posible, en aquel tiempo, vivir en un lugar tan
agreste. Además de los restos del oppidum,
las vistas hacen sentir al visitante que el ascenso ha merecido la pena.
Y, para terminar, fui a
visitar la réplica del monumento funerario de Pozo Moro que domina el paisaje
desde un mirador a mitad de la subida al vertiginoso casco histórico de Chinchilla
de Montearagón. No tengo claros los motivos que me llevaron hasta allí, más
allá de rendir un homenaje personal a Francisco Carrión, el cantero que dirigió
al grupo del taller de cantería de la Universidad Popular que se atrevió a
llevar a cabo la obra. La factura de la réplica dista de ser sobresaliente,
pero el monumento tiene aquí, asomado al llano que se extiende hasta el
horizonte, un aliento mucho más vibrante que el del patio acristalado del Museo
Arqueológico Nacional con el que tiene que confirmarse el original.
Gracias por tu nota. Ganas de ir por allí a trepar riscos. En ciertos espacios, depejados, comparto esa sensación de uno puede imaginar o a veces sentir las viejas voces que fueron vida.
ResponderEliminarGracias, Tono. Tú sabes mejor que nadie que las viejas voces que fueron vida pueden convertirse también en literatura.
Eliminar