Algún que otro viernes a la hora de comer, aprovechando la relativa tranquilidad en la oficina, me gusta pasarme un rato por el Museo Arqueológico Nacional. Como algo en la cafetería y me doy una vuelta por mis secciones favoritas, en especial la de Protohistoria, observando las piezas expuestas y tomando notas para mis relatos. Hay algo insustituible en verse ante las obras que surgieron de las manos y el espiritu creativo de las gentes de aquel tiempo. En cada golpe del cincel sobre la piedra encuentro un vínculo con quien lo imprimió, y por un instante me siento en el umbral de sus temores y esperanzas. De pronto parece posible pensar lo que pensaron, creer lo que creyeron, intuir lo que intuyeron. Es un revoloteo que pasa pronto, pero que deja huella. Y hay una forma del hacerlo más duradero: proveerse de lápiz y plumilla y dedicar un rato a capturar en el cuaderno el alma del objeto. Se obra el milagro y tras la hoja de papel, tras el alma del objeto, se insinúa la de quien lo alumbró.
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