Llegamos al monasterio de Yuste con la primera lluvia del otoño: un aguacero manso y espeso que caía sobre los robledales como si el propio cielo gris se estuviera licuando sin prisa sobre el mundo. Caminamos entre los plátanos y eucaliptos colosales sintiéndonos observados por la masa centenaria de su silencio, y entramos en la que fue la última morada del hombre más poderoso del mundo de su tiempo.
La visita tiene algo de sobrecogedora. Es difícil creer que la media docena de estancias, de una sobriedad rayana en la humildad, que constituyen el palacio, fueran el lugar donde Carlos V, Emperador del mundo cristiano, pasó los últimos veinte meses de su vida, utilizando los preceptos del De praeparatione ad mortem de Erasmo para aprestarse escrupulosamente para la muerte. Allí pasó los días ocupado en la lectura de textos sagrados y en la práctica de liturgias religiosas, con el único entretenimiento de los relojes y autómatas de su ingeniero Juanelo Turriano y las visitas de los suyos.
Me detengo en la llamada Sala del Emperador, donde Carlos hacía sus comidas y dejaba pasar las horas. Me asomo a la ventana y observo la superficie del estanque punteada de gotas de lluvia y, más allá, los montes cubiertos de bruma sucediéndose hacia el sur. Imagino las horas que él debió pasar en ese mismo punto, reflexionando sobre la asombrosa vida que había vivido, y preguntándose por la que le esperaba más allá.
El dormitorio está revestido de colgaduras de terciopelo negro, como testimonio de la viudedad de Carlos desde la muerte de Beatriz de Portugal en 1539. Un pasillo conduce hasta el altar mayor de la contigua iglesia jerónima; a través de él pudo Carlos seguir oyendo misa diariamente hasta el final.
En ese lugar, el 21 de septiembre de 1558, dos años después de abdicar en su hijo Felipe, Carlos murió en calma.
Volvemos hacia el coche pensando en lo extraordinario que debió ser aquel hombre para escoger este lugar y este austero modo de vida para encarar la muerte. Y para saber renunciar a tiempo a un poder sin precedente. Hay una honda enseñanza en todo ello, y el olor a musgo y a clorofila y a tierra húmeda después de tantos meses de sol y polvo hace que se nos deslice por dentro, hasta la caña de los huesos.
Supongo que, antes de subir, en Cuacos de Yuste, verías la casa de Jeromín.
ResponderEliminarCausa respeto subir hasta Yuste, pasar antes por el cementerio alemán y encontrarse allí arriba con las estancias que pisó el César Carlos.
La Vera, en general, es una maravilla que conozco muy bien.
Gracias por las palabras y las imágenes.
Gracias a ti por el comentario, Trecce. Lamento decir que íbamos fatal de tiempo y dejamos la casa de Jeromín para otra visita que no debe demorarse. Como dices, la Vera es una maravilla que hay que saborear a conciencia.
ResponderEliminarUn abrazo.
Buena entrada Arturo. Es cierto que es digno de reflexión el hecho de que el hombre más poderoso del mundo se fuera a esperar la muerte en tranquilidad.
ResponderEliminarUn saludo.
Gracias, Manu. Un abrazo.
ResponderEliminarEs lo que tienen los grandes de verdad; que no les inquieta verse, saberse, pequeños.
ResponderEliminarQué bien dicho, amigo Julio.
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