Los años, y ese empeño mío en ver las cosas por su lado más positivo, me han hecho reconciliarme más o menos con esta forma de viajar a que me viene obligando el trabajo. Estoy hoy aquí y mañana allá, en viajes relámpago en los que a menudo me tengo que dar por satisfecho si tengo un minuto o una hora para echar un vistazo alrededor y hacer con el móvil alguna foto de circunstancias, o incluso si no puedo hacer otra cosa que mirar curiosamente por la ventanilla de camino al aeropuerto. Al menos de ese modo identifico los lugares a los que deberemos volver.
Pero a veces es especialmente difícil: cuando un lugar tiene resonancias que lo hacen imprescindible, y ha estado esperando durante toda la vida, esta forma efímera y atribulada de tomar contacto resulta frustrante. Me ocurrió en Pekín, en Río, en Nairobi. Estos días me ha vuelto a suceder en San Petersburgo, la ciudad fundada por el zar Pedro el Grande en 1703 para convertirla en "la ventana del Rusia hacia el mundo occidental". Llevaba mucho tiempo deseando conocer su esplendor dieciochesco a orillas del Neva, y apenas si pudimos dar un paseo por la Perspectiva Nevski, desde el puente sobre el Fontanka hasta la plaza Dvortsovkaya, con la maravilla del Hermitage, blanco y verde, junto al Neva. Fue algo menos de una hora, en un mediodía de sol radiante a catorce grados bajo cero. Con la capucha puesta y tapados hasta los ojos, caminando cautelosamente sobre la nieve, disfrutamos contemplando las maravillosas proporciones clásicas de la ciudad.
Hermosa ventana a Europa la que abrió Rusia hace poco más de tres siglos. Pero por ella intentaron colarse los que no habían sido invitados: entre 1941 y 1945 la ciudad sufrió un espantoso sitio de novecientos días por parte del ejército alemán de Von Leeb; se estima que el hambre y el frío causaron la muerte de un millón doscientas mil personas. Un monumento con dramáticas estatuas de bronce recuerda a los muertos del sitio de Leningrado en la avenida que sale de la ciudad hacia el aeropuerto de Pulkovo. Al pasar junto a él me doy cuenta de que apenas he estado dieciséis horas en San Petersburgo. Apenas lo suficiente para saber que debemos volver cuanto antes, para llevarme en la retina la imagen resplandeciente del Palacio de Invierno junto a la vasta extensión blanca del Neva.
Me he quedado con la miel en los labios. Con San Petersburgo en los labios.
Oooooh, Palacio de Invierno a tooope!!! más valen dieciséis horas que naada, ¿no crees?
ResponderEliminarUna hermosa ciudad y además una hermosura de día...a pesar de los -14°..uuufffffff
ResponderEliminarSin duda San Petersburgo merece siempre la pena, aunque sea solo durante unas pocas horas heladas.
ResponderEliminarHola Arturo! Desde luego cualquier adjetivo que intentaramos poner para describir la belleza de San Petersburgo se quedaría corto. Su estilo recuerda a la de una Praga en grande, y entre tanta belleza es imposible no cotemplar el maravilloso verde malaquita del Hermitage. Sin duda un lugar perfecto para perderse por sus calles. Y ya de paso, aprender algo de historia.
ResponderEliminarDedse luego, Asdrúbal, estoy deseando volver con un poco más de tiempo.
ResponderEliminarBuenas fotos Arturo!
ResponderEliminarEs agradable seguir tus andanzas por este blog. Muchas gracias por los comentarios. Me encanta el primer parrafo
Mi compañera de trabajo es precisamente de San Petersburgo y me dice que se ve mas soleado en estas fotos de lo que suele estar en invierno por alli...
Un abrazo
Juan
¡Muchas gracias, Juan! Me encanta verte por aquí de vez en cuando; lo importante es no perder el contacto. Espero que todo te vaya muy bien.
ResponderEliminarUn abrazo.
Tienes razon Arturo. Tengo muchas ganas de haceros una visita pero sabes que no me gusta molestaros. Te adjunto aqui mi cuenta de hotmail jmgbarboteo@hotmail.com
ResponderEliminarEstamos en contacto
Un abrazo
Juan
Estaremos encantados de verte si te pasas, Juan.
ResponderEliminarTomo nota de tu correo, te enviaré el mío.
Un abrazo.