Diodoro ha acompañado a Elena, sirvienta de Sofonisba, a la lonja de pescado, y se apresura a buscar algún lugar donde tomar algo caliente y protegerse del húmedo relente del amanecer.
Movió la cabeza con desagrado al recibir en el
rostro el rocío con olor a algas podridas, salitre y pescado; se envolvió en el
manto de lana y corrió hasta embocar el callejón más cercano. Subió por él,
entre comercios y almacenes aún cerrados, y se encaminó hacia la taberna de
Herofonte, uno de esos lugares cercanos al puerto que nunca cerraban sus
puertas, donde los griegos solían darse cita.
Pero esas son horas en las que los rincones del barrio del puerto ocultan sorpresas.
Se detuvo en seco. Había doblado una esquina del
callejón en un punto en que los ángulos de las paredes bloqueaban la luz
oscilante de las teas para producir una penumbra honda y desmayada. Sintió que
por todo el cuerpo le percutían señales de alarma. En esa penumbra había
alguien, apoyado contra la pared.
Sandra Delgado hace un planteamiento de esta escena de El cáliz de Melqart en el que la perspectiva de la arquitectura y las posiciones e iluminación de los personajes crean una desasosegante sensación de amenaza. Los mástiles y gaviotas que se distinguen al fondo dan aliento marino al juego de luces y sombras, en el que atrae nuestra atención el brillo glauco en la mirada del hombre que acecha.
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