La antigua ciudad de los
ilercavones del Castellet de Banyoles está situada en un espectacular cerro amesetado con forma de
triángulo isósceles que orienta su base al río Ebro como una monumental muralla
geológica. Cuando el visitante se asoma a ella comprende al punto el inmenso
valor estratégico que tuvo este lugar en la Antigüedad, más aún teniendo en
cuenta que a sus pies se encontraba uno de los mejores vados
del curso bajo del gran río que dio nombre a nuestra península. Este vado bien pudo ser uno de los que utilizó Aníbal para cruzar el río al inicio de la campaña que lo condujo a Roma.
El lugar es hoy un yacimiento
visitable dentro de la Ruta dels Ibers
que promueve con acierto la administración autonómica catalana. A la llegada
impresionan las dos grandes torres pentagonales, sin parangón en España, que
protegen la única entrada a la ciudad, situada en el vértice del triángulo que
traza la muralla. Los investigadores opinan hoy que debieron ser construidas
por los romanos tras la conquista, siguiendo al pie de la letra las
recomendaciones del griego Filón de Bizancio.
En el cerro hay excavados diversos conjuntos de bloques de viviendas, algunas de ellas de más de trescientos metros
cuadrados de superficie, que apuntan a una importante estratificación social y
a un notable grado de sofisticación urbanística, incluyendo la existencia de
cloacas sanitarias. En conjunto no suponen más del 20% de la ciudad, que con
sus 4,2 hectáreas debió tener una población de unos tres mil habitantes, el
doble que el actual municipio vecino de Tivissa (Tarragona), que alberga el centro de
interpretación al que luego nos dirigiremos. En la peculiar guía del lugar que
encuentro en la web de la Ruta dels Ibers,
escrita por el periodista Carles Cols[1] en un chispeante tono de
humor, este nos dice:
«En realitat, només hi ha tres
zones excavades. Aquesta i altres dos angles del triangle. El gran espai
central és un misteri, com aquells mapes decimonònics en què la llegenda
escrita al cor del continent negre era «Àfrica desconeguda»».
En esta mañana de otoño, el
mayor placer de la visita lo proporciona el perfume del bosque mediterráneo
recién llovido. El espacio entre las ruinas se lo disputan pinos, olivos, algarrobos,
romeros y lentiscos. Y, sobre todo, los horizontes inabarcables que se dominan
desde el trazado de la antigua muralla. Primero está el río, con su agua de color
verde oliva, oscura y untuosa, cruzando el mundo de parte a parte. En su cauce,
a los pies del cerro, se distingue un canal cuajado de juncos y verdín
remansado que señala la posición del antiguo puerto fluvial de la ciudad,
mediante el que nuestros íberos del Ebro ejercieron el control del comercio en buena parte del curso
inferior del río, en aquellos tiempos navegable. Más allá está la campiña,
extensa y feracísima, dilatándose hacia la lejana Sierra del Tormo y el
Montsant.
En estos parajes tuvo lugar en
nuestra contienda civil la batalla del Ebro, y algún eco bélico debe quedar aún
en el aire, porque se me hace fácil imaginar ahí enfrente al ejército púnico
disfrutando de su último descanso mientras el General Aníbal negociaba el
derecho de paso con los abrumados ilercavones. Supongo que estos debieron de
dar todo tipo de facilidades para que aquella fuerza militar sin precedentes
continuara lo antes posible su camino hacia el norte. Utilizando de nuevo las
palabras de Carles Cols –aunque él las aplica al también ilercavón enclave
fortificado del Coll del Moro, en la vecina Gandesa-:
«Peró quan el visitant s’atura
avui a l’increïble mirador que és el Coll del Moro, ve de gust entretancar els
ulls i intuir l’exèrcit d’Anníbal a la vall que s’estén fins a les serres de
Cavalls i de Pàndols, just al davant. És el pas natural que uneix la
desembocadura de l’Ebre amb el Baix Aragó. Potser els habitants de la Terra
Alta, la comarca, s’han acostumat al que aquest espectacle orogràfic ofereix.
Per a algú de ciutat és com mirar una lalr de foc. És emocionant. Hipnòtic».
Esa es la palabra. Hipnótico.
La gran ciudad de los ilercavoces
escapó de los cartagineses, pero no de los romanos. Estos la destruyeron a
sangre y fuego allá por el 200 a.C. Se ha encontrado una gran cantidad de
proyectiles –en especial glandes plúmbeos de honda- que lo atestiguan. Y
recientemente se ha hecho un descubrimiento revelador: a unos trescientos
metros de la puerta flanqueada por las torres pentagonales, más o menos en el
actual aparcamiento de autocares junto al que pasamos al abandonar el lugar, se
erigió un gran campamento legionario romano. Probablemente lo construyó el
cónsul Marco Porcio Catón durante las campañas que dirigió para reprimir las
revueltas ilergetes e ilercavonas de la región a finales del siglo III y
comienzos del II a.C. La ciudad amurallada y el campamento a sus puertas recuerda,
como bien nos trae a colación nuestro celebrado Carles Cols, a la aldea de los
irreductibles galos de Astérix y el campamento de Petibonum.
[1] Carles
Cols, Ilercavons, Històries Ibèriques - Ruta
dels Ibers, Museu d’Arqueologia de Catalunya, Generalitat de Catalunya
2017.
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