martes, 12 de noviembre de 2019

LOS ÍBEROS DEL EBRO (Tras las huellas de Aníbal XVII)


La antigua ciudad de los ilercavones del Castellet de Banyoles está situada en un espectacular cerro amesetado con forma de triángulo isósceles que orienta su base al río Ebro como una monumental muralla geológica. Cuando el visitante se asoma a ella comprende al punto el inmenso valor estratégico que tuvo este lugar en la Antigüedad, más aún teniendo en cuenta que a sus pies se encontraba uno de los mejores vados del curso bajo del gran río que dio nombre a nuestra península. Este vado bien pudo ser uno de los que utilizó Aníbal para cruzar el río al inicio de la campaña que lo condujo a Roma.

El lugar es hoy un yacimiento visitable dentro de la Ruta dels Ibers que promueve con acierto la administración autonómica catalana. A la llegada impresionan las dos grandes torres pentagonales, sin parangón en España, que protegen la única entrada a la ciudad, situada en el vértice del triángulo que traza la muralla. Los investigadores opinan hoy que debieron ser construidas por los romanos tras la conquista, siguiendo al pie de la letra las recomendaciones del griego Filón de Bizancio.

En el cerro hay excavados diversos conjuntos de bloques de viviendas, algunas de ellas de más de trescientos metros cuadrados de superficie, que apuntan a una importante estratificación social y a un notable grado de sofisticación urbanística, incluyendo la existencia de cloacas sanitarias. En conjunto no suponen más del 20% de la ciudad, que con sus 4,2 hectáreas debió tener una población de unos tres mil habitantes, el doble que el actual municipio vecino de Tivissa (Tarragona), que alberga el centro de interpretación al que luego nos dirigiremos. En la peculiar guía del lugar que encuentro en la web de la Ruta dels Ibers, escrita por el periodista Carles Cols[1] en un chispeante tono de humor, este nos dice:

«En realitat, només hi ha tres zones excavades. Aquesta i altres dos angles del triangle. El gran espai central és un misteri, com aquells mapes decimonònics en què la llegenda escrita al cor del continent negre era «Àfrica desconeguda»».

En esta mañana de otoño, el mayor placer de la visita lo proporciona el perfume del bosque mediterráneo recién llovido. El espacio entre las ruinas se lo disputan pinos, olivos, algarrobos, romeros y lentiscos. Y, sobre todo, los horizontes inabarcables que se dominan desde el trazado de la antigua muralla. Primero está el río, con su agua de color verde oliva, oscura y untuosa, cruzando el mundo de parte a parte. En su cauce, a los pies del cerro, se distingue un canal cuajado de juncos y verdín remansado que señala la posición del antiguo puerto fluvial de la ciudad, mediante el que nuestros íberos del Ebro ejercieron el control del comercio en buena parte del curso inferior del río, en aquellos tiempos navegable. Más allá está la campiña, extensa y feracísima, dilatándose hacia la lejana Sierra del Tormo y el Montsant.

En estos parajes tuvo lugar en nuestra contienda civil la batalla del Ebro, y algún eco bélico debe quedar aún en el aire, porque se me hace fácil imaginar ahí enfrente al ejército púnico disfrutando de su último descanso mientras el General Aníbal negociaba el derecho de paso con los abrumados ilercavones. Supongo que estos debieron de dar todo tipo de facilidades para que aquella fuerza militar sin precedentes continuara lo antes posible su camino hacia el norte. Utilizando de nuevo las palabras de Carles Cols –aunque él las aplica al también ilercavón enclave fortificado del Coll del Moro, en la vecina Gandesa-:

«Peró quan el visitant s’atura avui a l’increïble mirador que és el Coll del Moro, ve de gust entretancar els ulls i intuir l’exèrcit d’Anníbal a la vall que s’estén fins a les serres de Cavalls i de Pàndols, just al davant. És el pas natural que uneix la desembocadura de l’Ebre amb el Baix Aragó. Potser els habitants de la Terra Alta, la comarca, s’han acostumat al que aquest espectacle orogràfic ofereix. Per a algú de ciutat és com mirar una lalr de foc. És emocionant. Hipnòtic».

Esa es la palabra. Hipnótico.

La gran ciudad de los ilercavoces escapó de los cartagineses, pero no de los romanos. Estos la destruyeron a sangre y fuego allá por el 200 a.C. Se ha encontrado una gran cantidad de proyectiles –en especial glandes plúmbeos de honda- que lo atestiguan. Y recientemente se ha hecho un descubrimiento revelador: a unos trescientos metros de la puerta flanqueada por las torres pentagonales, más o menos en el actual aparcamiento de autocares junto al que pasamos al abandonar el lugar, se erigió un gran campamento legionario romano. Probablemente lo construyó el cónsul Marco Porcio Catón durante las campañas que dirigió para reprimir las revueltas ilergetes e ilercavonas de la región a finales del siglo III y comienzos del II a.C. La ciudad amurallada y el campamento a sus puertas recuerda, como bien nos trae a colación nuestro celebrado Carles Cols, a la aldea de los irreductibles galos de Astérix y el campamento de Petibonum.




[1] Carles Cols, Ilercavons, Històries Ibèriques - Ruta dels Ibers, Museu d’Arqueologia de Catalunya, Generalitat de Catalunya 2017.


















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