A Córdoba es preciso acudir vestido de humildad. De lo contrario puede pasarse por alto que por dos veces fue una de las más formidables ciudades del Occidente mediterráneo. La más cercana en el tiempo fue la Qurtuba califal de los Omeyas, y es su aliento el que nos envuelve en el patio de los Naranjos antes de internarnos en el bosque de las 900 columnas. Estamos, como dice el tríptico para visitantes, en un paisaje de palmeras, naranjos, cipreses, olivos y cinamomos, de nostalgias helenísticas. Es la Qurtuba de Maimónides y Averroes e Ibn Arabi, cuyas voces escuchamos en la penumbra de la torre de la Calahorra, la de la convivencia hoy difícil de imaginar de las tres religiones. Después vendría la Inquisición como un símbolo de todas las intolerancias. Pero ahí sigue Córdoba, y es delicioso respirar la sal de sus callejas, sus patios, sus jardines, sus faroles.
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