martes, 25 de noviembre de 2014

Elvas o la desdicha de la mala vecindad (Cuaderno de viaje de Portugal II)


Elvas nos dejó boquiabiertos desde que nos aproximamos a ella por la carretera de Portalegre: el perfil de la ciudad en lo alto del monte, encerrada en sus murallas, con paredes de albero y blanco refulgente sobre un larguísimo cinturón de piedra gris recorrido de ángulos y sombras. Y, al pie, el acueducto de Amoreira, una maravilla de cuatro órdenes de arcos superpuestos construida entre 1537 y 1620. Nos impresionó ver la esbeltez de la obra, entrando en la ciudad como un colosal ariete, y más aún imaginar el regocijo de los elvenses cuando vieron fluir el agua por primera vez en la Fonte da Vila, tras una espera de casi un siglo.

Aparcamos en lo alto de la ciudad y nos apresuramos a buscar la sombra en la capilla octogonal de la iglesia de las Dominicas, con sus altas columnas pintadas de arabescos azules y dorados y sus paredes forradas de azulejos. Sólo cuando nos asomamos a los contrafuertes del castillo comenzamos a tomar conciencia de la magnitud del sistema defensivo de la ciudad. Y nos quedamos pasmados cuando se desplegó ante nosotros desde el fuerte de Santa Luzia, una de las fortalezas exentas que complementa las murallas de Elvas. En total son más de diez kilómetros de fortificaciones bastionadas, tal vez el sistema de este tipo más grande del mundo, declarado en 2012 Patrimonio de la Humanidad, maravillosamente restaurado y conservado. No puedo comprender por qué no es mucho mejor conocido en todo el mundo y, desde luego, en España. Al fin y al cabo, estas murallas se constuyeron en el siglo XVII precisamente para proteger la recién recuperada independencia portuguesa, después de sesenta años de dominación española. Son una hermosura, pero uno no puede dejar de lamentar las ingentes catidades de recursos que han exgido siempre, en todas partes, los interminables conflictos de frontera. En realidad, lo que ilustra Elvas no es sino la desdicha de la mala vecindad.












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