Llegamos muy de mañana al parque Santander, atestado como todos los días de tenderetes de chucherías y sombrillas de emboladores (limpiabotas), y nos parece estar habitando la novela de Juan Gabriel Vásquez que nos ha acompañado durante el viaje. Ante el Museo del Oro de Bogotá, una larga cola da fe de la atracción que ejerce la gratuidad de la entrada dominical. Desayunamos una empanada y un jugo en un local cercano y entramos por fin, para quedar admirados al punto por lo magnífico del lugar.
Ante nuestros ojos se muestra con todo su esplendor el mundo precolombino, con su constelación de pueblos y visiones del cosmos. Es imposible no sentir una dolorosa sensación de pérdida antes las tragedias que causan, con semejante inexorabilidad, el tiempo y los hombres. Los objetos de oro, cobre, tumbaga y plata dan forma a un universo simbólico que no tarda en desbordar la imaginación. En el centro de todo está la fuerza fertilizadora del sol, representada por el oro. La simbología solar recuerda vigorosamente a la de los pueblos prerromanos de Europa, y a los celtas de modo especial. Poco a poco se adueña del visitante la convicción de que el ser humano comenzó a ver diverger sus pasos en el mundo cuando cayó en brazos de los grandes monoteísmos. ¡Qué razón tenía Nietszche!
Pero aquí, en el Museo del Oro de Bogotá, aún se percibe la identidad de chamanes y druidas, hombres-jaguar y hombres-lobo, jugando el mismo papel de intermediarios entre las cambiantes fuerzas de la naturaleza, nuestra conciencia mortal y nuestra ilimitada ignorancia.
Vaya visita. Casi te digo que me ha sabido a poco. A ver si cuelgas más fotos. Qué maravilla.
ResponderEliminarGracias, Íñigo. La verdad es que no sé muy bien qué hice, pero me salieron muy borrosas. ¡Vamos a tener que volver! Un abrazo.
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