A finales del pasado otoño, Ángela y yo visitamos la localidad que, en su origen, llevaba el cognomen de Julio César en su denominación, completada por el sufijo céltico indicativo de ciudad. Me refiero a Caesarobriga, que andando el tiempo acabaría siendo conocida como Talavera de la Reina, situada en la margen derecha del río Tajo. Talavera tiene abundantes atractivos para merecer una visita, aunque es verdad que los vestigios de su pasado romano son más bien escasos.
Comenzamos el recorrido por la
emblemática Plaza del Pan, donde debió situarse el antiguo foro romano y hoy se
alzan algunos de los principales edificios históricos de la ciudad, como la
magnífica Colegiata de Santa María y el renacentista Hospital de la Misericordia,
convertido en nuestros días en centro cultural. Es en los cimientos de éste
donde se han hallado los mejores restos de la antigua ciudad romana, que han
sido perfectamente acondicionados por el ayuntamiento para su visita.
En ningún otro lugar de
Talavera puede sentirse uno tan en Caesarobriga como en este sótano que
muestra, a la luz fantasmal de los focos, los restos de varias domus, calles,
pozos y canalizaciones de agua y dos pequeños templos simétricos de los que se
conserva parte del pódium y los cimientos, consagrados a Júpiter y el culto imperial.
Es un espacio recogido, secreto, con atmósfera de santuario, a la que pone un
contrapunto incongruente y festivo el alboroto de las jotas con las que ensaya
sus bailes un grupo folclórico infantil en el salón de actos que está sobre
nosotros.
Un panel informativo explica
que la ciudad de Caesarobriga tomó su hombre del campamento que estableció
César en el lugar, durante su campaña contra los carpetanos, aunque la
fundación como ciudad debe ser de época augustea, así como su población con
indígenas expulsados de poblados próximos, como los de Arroyo Manzanas y el Raso
de Candeleda. A este último, situado en un espectacular enclave en territorio vetón,
condujeron los pasos de este viajero años atrás cuando perseguía las huellas de
Aníbal Barca. Qué mala fortuna tuvieron los vetones de El Raso; en el
transcurso de unas pocas generaciones les tocó vérselas con Aníbal y con Julio
César, y con los dos salieron igualmente mal parados.
Tradicionalmente Talavera se
ha identificado con la ciudad de Aebura, en cuyas inmediaciones, según Tito Livio,
Quinto Fulvio Flaco estableció su campamento en 181 a. C., cuando llevaba a
cabo una campaña contra una coalición de pueblos indígenas. Seguramente el
nombre evolucionó después hasta el del Líbora, que es citado por el geógrafo Ptolomeo
como correspondiente a una ciudad situada entre Toletum y Augustobriga.
El hallazgo de restos de cerámica celtíbera en el subsuelo del ayuntamiento apoya
la idea de la existencia de un asentamiento prerromano en Talavera anterior a
la fundación de Caesarobriga. Las evidencias arqueológicas sitúan a la
primitiva ciudad romana en el interior del primer recinto de murallas que ha
llegado hasta la actualidad, aunque los tramos de lienzos de estas que se
mantienen en pie, contribuyendo a la original fisonomía de Talavera, sean un
mosaico de parches de época tardorromana, medieval, árabe y moderna, con
elementos tan vistosos y característicos como sus Torres Albarranas. Caminando
por las calles de la ciudad junto a sus murallas, es fácil imaginar la Caesarobriga
de hace dos milenios, al abrigo de su protección amurallada de 1,6 kilómetros,
dominando al estratégico puente sobre el río Tagus de la vía que conducía de
Emérita Augusta a Caesaraugusta.
Y es precisamente ahí, en el
puente sobre el Tagus, donde va a concluir nuestra visita. Sin ánimo de echarle
a nadie encima un jarro de agua fría, debo empezar diciendo que, lo que se
conoce orgullosamente en Talavera como Puente Romano, es en realidad, en su
mayor parte, medieval, habiendo sufrido en su larguísima historia múltiples
reconstrucciones y reformas, como es habitual en los testigos pétreos de las
vicisitudes de nuestras ciudades. Del siglo XIII es, por ejemplo, el
sorprendente quiebro que hace el puente en mitad del cauce del río, correspondiendo
al siglo XV el aspecto actual general de la espectacular construcción. Romano,
lo que se dice romano, no son sino los cimientos del primer tramo del puente,
el más próximo a la ciudad, que no son visibles por encontrarse bajo el nivel
del agua.
Pero eso no le quita su encanto a pasear por la venerable estructura del puente al atardecer, sintiendo fluir bajo los pies las aguas de un río Tajo cuya anchura en este punto parece propia de parajes con abundancias hidrológicas mayores que las peninsulares. Se respira una calma solemne e intemporal. El agua tiene un color legamoso sobre el que contrasta el moteado blanco y brillante de una bandada de cisnes y patos que se deslizan indolentes por su superficie. En la ribera, las espículas emplumadas del cañaveral se mecen como si bailaran al ritmo de un compás secreto marcado por la brisa. Más allá, las murallas y las elevadas estructuras de las iglesias dibujan el perfil de Talavera, ciudad de carpetanos y vetones, de romanos y visigodos, de árabes y cristianos. La impronta aún viva de Caesarobriga, ciudad de César.
Apenas cuatro meses después de nuestra visita, el domingo 23 de marzo de 2025, las aguas del Tajo alcanzaron un caudal de récord al pasar por los ojos del viejo puente de Talavedra: mil metros cúbicos por segundo. Era el resultado de tres semanas de lluvias ininterrumpidas, el mayor episodio de precipitaciones registrado en el centro de la península en 135 años (¡si hasta nuestro humilde Manzanares se embraveció y anduvo días amenazando con desbordarse!). Las consecuencias para el puente talaverano fueron nefastas: los dos tramos centrales colapsaron, perdiéndose uno de ellos enteramente bajo las aguas turbulentas. Por primera vez en su historia la venerable infraestructura se convertía en noticia de portada de periódicos e informativos televisivos. Los ciudadanos que respondían a las preguntas de los periodistas mostraban el pesar de quien ha perdido un ser querido. Es, simplemente, un capítulo más de una historia que no deja de repetirse: la batalla entre los puentes y los ríos. Si se deja pasar el tiempo suficiente, el agua siempre le gana a partida a la piedra.