En
las Eras de Velilla de Ebro, 66 kilómetros río abajo desde Zaragoza, las ruinas de la colonia Celsa llevan casi dos milenios contando en silencio su propia
historia sobre los avatares de la fortuna. Hubo un tiempo en que fue la gran
urbe dominadora del curso medio del Ebro, y hoy es una ruina que apenas despierta
el interés de las instituciones y de contados visitantes. Por el contrario, la
advenediza que llegó para disputarle la preeminencia, Caesaraugusta, fue
metamorfoseándose para dar lugar a la musulmana Saraqusta y, finalmente, a la
Zaragoza de nuestros días, con sus setecientos mil habitantes y la contagiosa
vitalidad que me recibe en sus calles cuando salgo a pasearlas el viernes por
la noche.
Celsa
fue, como lo somos todos, víctima de las vicisitudes de su tiempo. Como
próspero oppidum ilergete, Kelse se adentró en el siglo I a. C.
acuñando su propia moneda y disfrutando de su posición estratégica en el valle
del gran río. Pero de pronto apareció Sertorio, y después Pompeyo, y Kelse se
encontró envuelta en un conflicto que excedía con mucho su
comprensión del mundo. Cometió, además, el error de alinearse con Pompeyo—en
aquella época, la neutralidad no era una opción—,
y sufrió las iras de Sertorio primero y, años después, en la siguiente guerra
civil romana, las de Julio César, al persistir en su profesión de fe pompeyana.
El caso es que, tras su victoria en Ilerda, César encomendó a Marco Emilio Lépido, gobernador de Hispania Citerior y partidario suyo desde años atrás, la fundación de una colonia en el emplazamiento de la obstinadamente pompeyana ciudad íbera, por medio de una deductio que erradicara el nombre y la identidad original. Con el patronazgo de Lépido y su situación estratégica, la colonia creció hasta crear una próspera comunidad con cinco mil habitantes censados, epicentro del comercio en un territorio vivificado por la arteria de comunicación del río y la organización romana. El cielo parecía despejado hasta que en 36 a. C., Augusto, dueño absoluto ya de la política romana, excluyó a Lépido de la ecuación del triunvirato y lo envió al destierro. Aplicando al principio de que «donde las dan las toman», Augusto decidió aplicar su propia damnatio memoria y eliminó el nombre de Lépido del de la colonia, recuperando ésta la antigua denominación ilergete, romanizada como Celsa. Además, andando el tiempo, Augusto comenzó a favorecer a su «niña bonita», la nueva ciudad de Caesaraugusta, fundada en 16 a. e. c., que adquirió de ese modo una ventaja imbatible en la carrera por la hegemonía en el valle del Ebro.
La colonia Celsa aún conoció décadas de prosperidad, recibiendo nuevos colonos en tiempos de Tiberio e incluso expandiendo el casco urbano en los de Calígula y Claudio. Sin embargo, los síntomas de la decadencia comenzaron a hacerse notar; la emisión de moneda cesó en el año 41, y la desocupación de ciertas calles se generalizó en tiempos de Nerón, hasta llegar al abandono total de la ciudad tras las turbulencias del año 68. La colonia romana había vivido durante poco más de un siglo.
***
Antes de visitar las ruinas de Celsa es imperativo pasarse por el Museo de la Colonia Celsa, situado en una nave a las afueras del pueblo. Allí me reciben Natalia y Carlos, con la cálida cordialidad de quienes agradecen al visitante que se haya tomado la molestia de ir a conocerlos. Yo les respondo a mi vez con la gratitud de quien ve en ellos a los custodios de una llama frágil e imprescindible. El museo es una sede del de Zaragoza y se abrió al público en 1986; conserva intacto el interés, pero se diría que no ha recibido mucha inversión desde entonces. Carlos confirma la impresión de declive del lugar: «Cuando se abrió venían miles de personas al año; ahora solo unos cientos. Yo llevo aquí desde la apertura y ya pronto me jubilo, si no fuera por Natalia y la asociación no sé qué sería de esto».
Natalia
forma parte de la asociación «Los trabajos de Hércules», bautizada así en honor
de algunas de las pinturas más notables halladas en el yacimiento, que
representan precisamente dos episodios de los trabajos del héroe, y que están expuestas
en el museo. La asociación la constituyen seis mujeres del pueblo, la alcaldesa
incluida, que se esfuerzan por compensar, a base de trabajo voluntario y
entusiasmo, el declinante apoyo de las administraciones.
—Organizamos lo que podemos—explica Natalia—:
visitas escolares, teatralizaciones… A principios de junio celebraremos «Las
nonas de junio», una gran fiesta romana, ¡no te la pierdas! Nos caracterizamos
de romanas y viene mucha gente.
Como me ha ocurrido en tantos otros lugares, me
quito el sombrero ante este tenaz compromiso de la gente de los pueblos,
mujeres, sobre todo, que se empeñan en mantener vivas y alerta a sus
comunidades. Lo que es hercúleo es el trabajo que llevan haciendo Natalia y sus
compañeras de asociación desde hace doce años.
Las excavaciones en el yacimiento comenzaron en
1976, después de que la acometida de las conducciones de agua corriente al
pueblo sacara a la luz importante restos de la antigua ciudad romana. No es que
fuera una sorpresa, porque restos venían saliendo a la superficie desde el
siglo XVIII en las Eras de Velilla. Les pregunto a mis anfitriones si continúan
las campañas y Carlos sacude a la cabeza con pesadumbre.
—Quitando algo que hizo una escuela taller hace tres
o cuatro años, aquí no se excava desde que abrió el museo. Antes había un
guarda permanente y ahora ni eso; el que hay se ocupa de toda la comarca y
viene una vez al mes. Es una pena. Si el yacimiento está más o menos atendido,
es por el trabajo de la asociación.
—Bueno—tercia Natalia, que parece aquejada de un
optimismo incurable—, al menos se están haciendo las excavaciones en la plaza.
Se pusieron a arreglarla y han aparecido los restos del antiguo foro.
Acompañado por la amabilidad de mis anfitriones,
recorro el museo. En una veintena de vitrinas se ofrece un vívido retrato de la
antigua Celsa. Me detengo aquí y allá: en el ánfora que un día trajo a este
rincón de la Citerior gárum gadirita; en la inscripción funeraria que Memmio
Clado consagró a su amada, la liberta Cornelia; en el polos o cuadrante
solar, una suerte de reloj portátil grabado en yeso; en el frágil esqueleto que
da cuenta de los enterramientos infantiles bajo el suelo de las viviendas.
Me despido de Natalia y Carlos y me llevó sus
indicaciones para la visita del yacimiento. Ella me señala sobre el mapa los
puntos que no puedo dejar de ver y me recuerda, mientras me acompaña hacia el
taxi:
—¡Y quién sabe lo que queda por descubrir! El terminus
de la colonia tenía 44 hectáreas, y de la ciudad tan solo se ha excavado el diez
por ciento. Aún no se han encontrado ni las termas, ni los edificios de culto.
Se cree que había tres templos, tal vez allá arriba, bajo la ermita de San
José.
Paso la siguiente hora recorriendo los vestigios de
Celsa. La ciudad impresiona por lo que está la vista y más aún, tal y como dijo
Natalia, por lo que permanece oculto bajo la tierra cubierta de arbustos. Paseo
por el mercado (macellum), por un restaurante (popina), por una
panadería (pistrinum). Me impresionan las avenidas pavimentadas, de seis
metros de ancho, flanqueadas por impecables aceras. En las losas de la calzada
se distinguen las rodadas del tráfico carretero de hace dos mil años. En los
espacios aún por excavar se alzan construcciones agrícolas en diversos grados
de ruina. Parece mejor conservada la milenaria calzada romana que esas frágiles
estructuras de canto, adobe y ladrillo de nuestros días. Allá abajo, en el
fondo del valle, el río titila como una cinta de mercurio. Regreso hacia el taxi
lamentando no poder ver los mosaicos, que fueron cubiertos de nuevo tras su
descubrimiento. Es como un acto de tacañería divina, como si solo nos hubiera
sido dado a los humanos de hoy contemplar su belleza durante un breve
paréntesis entre los siglos.
Antes de regresar a Zaragoza, me paso a ver las
obras de la plaza de España, en el centro del pueblo. En el cráter central de
la plaza han aflorado imponentes estructuras de hormigón y sillería que se
relacionan con el foro de la ciudad. Salta a la vista que este pueblecito de doscientos
habitantes, con su pasado legendario y sus mujeres valientes, está íntegramente
construido sobre la antigua colonia Lépida, o colonia Celsa, que en su auge, su
mudanza y su caída nos da testimonio de lo inciertos y mutables que son los
asuntos humanos. Todo va a desaparecer, y por eso mismo todo merece ser
disfrutado.
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