Es ya un lugar común
contraponer a griegos y romanos atribuyendo a los primeros el genio racional y
creador y la viveza de espíritu y a los segundos la fecundidad ingenieril,
militar y normativa, a aquellos el arte y a estos la técnica, a los griegos el
individuo libre y curioso y a los romanos la disciplina administrativa y
social. Todas estas generalizaciones tienen mucho de tópico, pero la verdad es
que esa es exactamente la impresión que me produce la lectura de Polibio y Tito
Livio, las más recurridas de mis fuentes en este relato de los pasos de Aníbal
por Hispania.
Polibio nació alrededor de 210
a.e.c. en Megalópolis, capital de la Liga Aquea, en Arcadia, región ideal de la
poesía bucólica. Recibió una completa formación política, filosófica y militar,
llegando a ser hiparco de la Liga. Como tal participó en la embajada en la que
esta puso su ejército a disposición del cónsul Quinto Marcio Filipo en la
tercera guerra Macedónica que concluyó con el dominio definitivo de Roma en la
región. A pesar de ello los triunfadores pusieron en duda la lealtad del
hiparco Polibio a su causa, y le obligaron a permanecer largos años confinado
en la capital del Tíber. Esta estancia obligada cultivó en él admiración hacia
Roma, pero mantuvo siempre vivo el amor hacia Grecia. Cuando recobró su
libertad de movimientos Polibio viajó extensamente, y sus escritos rinden
siempre tributo a lo mejor de la historiografía griega: son, siempre que es
posible, producto de la observación de primera mano[1], están llenas de jugosas
reflexiones sobre las causas últimas de los sucesos y muestran un
cosmopolitismo y una agilidad narrativa que recuerda al lector a los mejores
reportajes periodísticos de nuestros días.
Tito Livio fue un personaje
distinto en casi todo. Pasó casi toda su vida en Patavium (Padua), donde nació
en 59 a.e.c. De su ciudad tomó un carácter sobrio, provinciano y conservador. Tanto
durante su tiempo en Padua como en sus estancias en Roma, más frecuentes a
medida que adquirió celebridad como historiador, mantuvo una reducidísima vida
social, permaneciendo recluido en su gabinete literario, entregado en cuerpo y
alma a la composición de su monumental obra sobre la historia de Roma. Livio
escribe al servicio de su patria, de una idea ética y apologética de Roma, y lo
hace compendiando como un exquisito funcionario aquellas fuentes que le son útiles
por constatar la superioridad política y militar, civilizatoria, de Roma.
Comprenderá el lector que,
aunque acuda a uno y otro por ser en gran medida complementarios, siempre que
pueda elegir me quede con Polibio. Me parece mucho más divertido. Además, se
interesa por los púnicos como un objeto de atención en sí mismos, no solo en
tanto que perversos enemigos de Roma. Polibio sabe encontrar tiempo para
relatarnos la intrahistoria de los cartagineses, lo que les pasa cuando no
tienen un romano observándolos.
*
Tal vez es por eso por lo que
Polibio da luz a muchos episodios que Livio resuelve con elipses o saltos sumarísimos,
o siente la necesidad de embarcarse en rigurosas explicaciones de contexto que
pueden ocuparle durante páginas. Un buen ejemplo de ello es el excurso geográfico que considera preciso
para dar cuenta de la ruta tomada por Aníbal y su ejército en su viaje a
Italia: cuatro páginas dedicadas a hacer una descripción de las tres partes en
que divide al mundo conocido: Asia, África y Europa. Pero es que, explica
juiciosamente Polibio, «para evitar que el desconocimiento de los lugares
convierta mi exposición en ininteligible, habrá que explicar de dónde partió Aníbal,
los lugares que atravesó, sus dimensiones y a qué partes llegó de Italia. […]
Pero si se trata de lugares desconocidos, su mención desnuda equivale a la
pronunciación de palabras sin significado, que penetran en el oído, pero no
hallan soporte en la mente».
Y, al contrario, en este
empeño racionalista de proporcionar todo el necesario «soporte en la mente»,
Polibio ignora los episodios de tono mítico, por no decir mágico o esotérico,
que la tradición historiográfica antigua atribuye a Aníbal. Tales episodios sí
le son gratos a Tito Livio, sin duda porque proporcionan buen material para el
relato dirigido a la mentalidad romana, siempre inclinada a dar pábulo a
señales y augurios de todo tipo –buen ejemplo de ello es el famoso sueño de Aníbal
en el Ebro, al que no tardaré en referirme- y a prestar atención a
manifestaciones religiosas propias y ajenas.
De estos episodios, a pocos se
les atribuyó tanto impacto como a la visita que realizó el Bárquida al
santuario de Melqart a Gadir en vísperas de su partida hacia Italia. Veamos en
qué contexto se produjo.
*
Tras su exitosa campaña contra
los pueblos de la meseta y la resonante conquista de Sagunto, Aníbal supo que
la suerte estaba echada. Sus actos equivalían a una declaración de guerra, y no
le cabía duda de que el mensaje habría llegado alto y claro al Senado romano.
En efecto, así fue. Las
noticias de la caída de Sagunto, considerada ciudad inexpugnable, tuvieron un
enorme impacto. «A los senadores –nos dice Livio- les invadió un pesar tan
profundo y al mismo tiempo lástima por los aliados tan indignamente
exterminados, así como vergüenza por no haberles prestado ayuda y cólera contra
los cartagineses y miedo por la situación en su conjunto como si ya el enemigo
estuviese a la puerta, que, conturbados sus ánimos con tantos sentimientos
simultáneos, en vez de tomar decisiones se azoraban».
Por último, los romanos –continuamos
ahora con Polibio- «eligieron unos embajadores y los enviaron sin dilación a Cartago[2]. Debían proponer
alternativamente dos cosas: si aceptaban la primera, los cartagineses sufrían a
todas luces daño y vergüenza; la segunda les representaba el inicio de
problemas y de grandes peligros. En efecto, los romanos exigían la entrega del
general Aníbal y de sus consejeros; de lo contrario, habría guerra». Es decir,
como pondríamos en términos coloquiales, o susto o muerte. Y es bien sabido que
los prohombres cartagineses, viendo a su alcance cobrarse las numerosas deudas
y afrentas que tenían pendientes con Roma, eligieron muerte.
La guerra estaba servida.
[1] El
propio Polibio, por ejemplo, declara que llevó a cabo personalmente la travesía
de los Alpes para conocer de cerca las dificultades a que hubo de hacer frente
Aníbal.
[2] En este
punto Tito Livio, siempre tan atento a demostrar que las actuaciones de Roma
estaban escrupulosamente ajustadas a derecho, puntualiza que lo hicieron «para
cumplir con todos los requisitos legales previos a la guerra».
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