Las ciudades que han optado por prescindir de los coches en su casco antiguo tienen la virtud de poder ser no sólo vistas, sino también escuchadas. Y en el lenguage de los sonidos de una ciudad se revelan no pocos de sus secretos.
Vinimos a conocer Trujillo el día de Año Nuevo, y desde el primer momento nos atrapó esa fría transparencia que tienen en invierno las ciudades de piedra. Por alguna razón que acaso la Física pueda explicar, el frío parece producir mayores ecos, y hace los espacios más anchos a la vista. En todo caso, pocas plazas de España resultan tan espectaculares como la de Trujillo, dominada por la mole granítica de la iglesia de San martín y la estatua ecuestre de Pizarro. Cerrando los ojos, la plaza se revela como un repiqueteo constante de conversaciones y pasos en el empedrado.
Nos adentramos intramuros por la puerta de San Andrés, entre las casas donde nacieron Orellana y Pizarro y el sopor de los palacios de ojos desencajados y de conventos venidos a menos. Todo tiene un aire pulcro y dispuesto, como si no se esperara más que a un grupo de gente para reanudar un día cualquiera del siglo XVI.
Hay algo que, sólo en apariencia, resulta incongruente: un rumor de cascabeles y cencerros que pone en el aire un tono no se sabe si festivo o espectral. Nos asomamos a un mirador, junto al castillo, y vemos a las ovejas deslizándose indolentes por la hierba tierna de las laderas. El sol se pone en el horizonte levantando brumas de las dehesas recién llovidas.
Los prolegómenos de la misa de ocho en San Martín nos recuerdan que Trujillo no sólo fue una ciudad de armas tomar, sino también como Dios manda. Una mujer enhebra Ave Marías, Glorias y Padrenuestros en una letanía que contestan los feligreses en un murmullo sin palabras, como si tan sólo se tratara de pronunciar sonidos compartidos.
Volvemos hacia el coche y, en los grandes árboles de la plaza de la Encarnación, hay una algarabía de pájaros disponiéndose a dormir. Nos hacen notar que Trujillo tiene habitantes de la piedra, pero también del aire.
Parador de Cáceres, 1 de enero de 2013
Cáceres es hermosura y embrujo desconocido, historia viva de España por todos los rincones de la provincia, desde Yuste, donde el dueño de un imperio se entregó a Dios como el más humilde los mortales, hasta Alcántara y Valencia de Alcántara, donde el eco de las legiones romanas aún resuena sobre las piedras del puente que franquea el padre Tajo.
ResponderEliminarRecuerdo mi primera visita a Trujillo y la emoción de fotografiarme bajo la sombra de Pizarro, una estampa que sólo había visto en los libros de texto y que fue como hacer realidad un sueño-
No puedo estar más de acuerdo, Trecce. Lo de Trujillo es el primer post de otros que vendrán, producto de unos días de vacaciones navideñas por la provincia. Ahí estarán Cáceres, Alcántara... Gracias por un comentario tan evocador. Un abrazo.
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