martes, 7 de enero de 2025

ITÁLICA EN LA IMAGINACIÓN (Tras las huellas de Julio César XXX)

 


Habiendo visitado la capital hispalense en pos de las huellas de Julio César, hubiera sido un pecado no acercarse al vecino municipio de Santiponce para pasear la mirada por la que fue una de las más espléndidas ciudades de la Hispania romana, y la más prolífica en la producción de grandes personalidades del Imperio. Numerosos senadores, cónsules y dos emperadores, Trajano y Adriano, fueron oriundos de ella. Me refiero, claro está, a Itálica, fundada por Publio Cornelio Escipión el Africano en 206 a. C., tras la victoria sobre los cartagineses comandados por Asdrúbal, Giscón y Magón Barca en la batalla de Ilipa, que puso fin a la presencia militar púnica en la península Ibérica. Según Apiano, dicha fundación sirvió al propósito de establecer en ella a los soldados heridos en la batalla, en su mayoría procedentes de Italia.

Itálica ofrece una visita maravillosa. Es verdad que una gran parte de la ciudad, la más antigua, está vedada a la curiosidad contemporánea, porque se encuentra bajo el pueblo de Santiponce, establecido sobre las ruinas romanas en 1603. Lo que ha salido a la luz es la ampliación llevada a cabo por Adriano en la primera mitad del siglo II para glorificar la figura de su tío Trajano, quien lo adoptó y designó heredero al frente del Imperio. No es el momento para detenerme más en ello, pero no dejaré de llamar la atención del lector sobre el hecho extraordinario de que dos emperadores nacidos en Itálica, una ciudad de la Hispania Ulterior situada a 2350 kilómetros de Roma, gobernarán el Imperio Romano en la que es considerada su etapa de máximo esplendor, entre el 98 y el 138 de nuestra era.

El centro de la ampliación adrianea fue, precisamente, el Traianeum, un espectacular espacio público y de culto al emperador Trajano, culminado por un gran templo que estaba presidido por una gigantesca estatua suya. Por desgracia, no queda casi ni rastro del recinto: los materiales con que fue ejecutado eran de tal calidad que durante siglos sirvieron de cantera a los sevillanos.  Probablemente los últimos vestigios sean, como dijimos, las columnas monumentales de la Alameda de Hércules y la calle Mármoles.

Por fortuna, hay otros vestigios mucho mejor conservados. A pocos pasos antes de la entrada al recinto está el que fuera uno de los mayores anfiteatros del imperio, con capacidad para 25.000 espectadores. Sus estructuras son espectaculares, a pesar de haber sido dinamitado a principios del siglo XX, para facilitar la extracción de materiales de construcción, y es fácil imaginar los juegos gladiatorios que durante siglos se celebraron en su arena.

Un poco más adelante se llega a la puerta de la muralla que da acceso a la avenida principal del barrio adrianeo, una calle pavimentada con losas, de dieciséis metros de ancho, flanqueada por viejos cipreses. Caminando por ella, a ambos lados se suceden espacios cívicos como el edificio de la Exedra, tabernae y grandes viviendas de familias adineradas, que son conocidas por los mosaicos más distintivos hallados en ellas.  A pesar de la prolongada rapiña sufrida, los hay aún maravillosos, como el de los Pájaros o el del Planetario, con la representación mitológica de los siete días de la semana.

Ascendiendo por la colina se va ganando dominio visual sobre una amable campiña circundante que resplandece bajo el sol esmaltado del otoño. En el punto más alto, junto al Traianeum, me detengo e intento imaginar cómo fue el lugar hace diecinueve siglos: una ciudad vibrante de vida, con una superficie de cincuenta y dos hectáreas intramuros y el cauce del río Betis pasando a sus pies, proporcionando una vía navegable por la que en quince días se alcanzaba Roma.  Cuna de nobles y de plebeyos, de emperadores y esclavos, cruce de pueblos y caminos. Pero los ríos son como seres vivos, y un día el azar de la corriente quiso que se colmatara este cauce y el Betis se desplazará más al norte, e Itálica inició una decadencia que acabaría enterrándola por completo. La arqueología tiene la virtud de no solo sacar a la luz testimonios del pasado, sino de administrar también grandes lecciones de humildad.